El miedo de no poder escribir más me taladra, me
esculpe los riñones, me encalambra los dedos de los pies, me despelleja las
uñas, me consume la noche mientras miro fijamente el techo.
Hace algunos meses, me desautoricé a coger el
lapicero. Elevé este objeto hasta el
rango de instrumento de música sagrada que solo monstruos demiurgos pueden
tocar con su espíritu agudo: Chateaubriand, Duras, Kafka, Schnitzler,
Fitzgerald…
Entre más leo, estoy más sometida a un movimiento doble:
entro bajo tierra elevándome. Me posee un sentimiento furioso de inferioridad y
simultáneamente una violenta trascendencia.
Soy la presa de vectores fuerza que van en direcciones
opuestas. Me encojo estirándome.
Me es ahora imposible tocar un lapicero ya que se ha
convertido para mí en cetro de rey, hisopo de cura, varita mágica de hada o de
Mago. Les atribuyo todos los poderes y canto un nuevo credo:
La tinta se transubstancia en el espíritu del escritor
como el vino se transubstancia en la sangre de Cristo Salvador.
Aquí llegué. Hasta aquí. Muy lejos, entonces.
Observo, sobre la mesa, este humilde lapicero Bic de
un euro cincuenta. No sospecha nada. Yo lo miro con otros ojos. En mis
alucinaciones paranoicas, pienso que me mide. Levanta la barbilla muy alto a la
manera de un Mont Blanc. Se burla de mis divagaciones literarias. Escondo la
cabeza entre los hombros, volteo la mirada, lo agarro y trato de ahogarlo en la
masa, directo de cabeza, en toda la mitad del tarro de lápices.
Batalla perdida de antemano. Acaba por reaparecer.
Ya no tengo el derecho de sostener su delgado cuerpo
entre mi pulgar y mi índice.
A pesar de todo, me otorgo ciertas ligerezas. Pequeños
navajazos en el contrato.
Lo empuño entonces para escribir listas interminables
“cosas por hacer”, para alinear cifras y cuentas, para anotar horarios, para
garabatear mientras estoy al teléfono, para mascar su tapa, para rascarme el
cuero cabelludo.
Limito su uso a tareas ingratas. Su elegancia se
reduce al silencio. Y mi salud declina.
Como Ícaro, pretendí querer volar y acercarme al sol. La
cera se derritió, las alas se despegaron y me hundí en el agua. Pero a
diferencia del hermoso ateniense, soy una mosca. Me acerqué a una lámpara y sonó
un pequeño crcrcrcrcrcr acompañado de un olor desagradable. Nada más.
La vergüenza me invade cada día un poco más.
Y cómo explicar a las personas que me cruzo y me
preguntan por mis escritos y mis lecturas que nunca más –No, se los juro, nunca
más, nunca jamás, tendré la arrogancia de juntar tres palabras sobre un papel…a
no ser que se trate de una lista de mercado: papel higiénico, pan tajado, crema
dental, cereales, mariquita de la suerte, cacofonía, otitis, dolor agudo…
No ensuciaré más la hoja inmaculada con el flujo de mi
vientre. Esta vez me propongo contener y dominar las tripas.
Y como explicarles que si, en el pasado, les regalé el
espectáculo de sacar los trapitos al sol de mis penas de pacotilla fue porque
pecaba siendo inocente, o más bien siendo inconsciente.
Comencé a escribir así sin darme cuenta. Al fin y al
cabo, no había mucho orgullo en este proceso, aunque algunos presumieron lo
contrario.
Simplemente, estaba llena de palabras. Ellas asomaban
su nariz en permanencia. Garabateaba en los pañuelos de papel, las cajetillas
de cigarrillos, las bolsas del pan de bono, los individuales de mesa, los
post-it, detrás de la chequera, los volantes, las programaciones del cine…
Tenía una sensación de aguas subterráneas que
comenzaban a desbordarse. Era un gran manantial que me tomaba por sorpresa. Todo
llegaba a la superficie de repente y cogí la costumbre de responder a esas
manifestaciones salvajes, de una violencia previa al nacimiento…
Salía de la ducha, del baño corriendo para atrapar mi
libreta. Escribía parada en el bus, en la fila del supermercado. El almuerzo
podía enfriarse. Los carros podían pitar cuando cambiaba el semáforo a verde.
En el andén caminaba tres pasos tomaba nota sobre mi rodilla, y caminaba otro
tres pasos. Atravesaba el papel y la tela del pantalón.
Me levantaba de noche.
Naturalmente, con despreocupación, e instintivamente tendía
las palabras unas al lado de las otras y luego quise verlas desfilar sobre el
podio. Me repetía sin fin y seguido la misma pregunta: ¿por qué esa necesidad
de exponerlas, de sacarlas del cajón?
Solo veía una repuesta. Quería devolverle al mundo los
impactos emocionales que había vivido durante mis lecturas.
Una de mil personas o de diez mil o de un millón se
emocionaría sin duda con alguna de mis historietas. Su inconsciente golpearía
el mío, así como el mío había golpeado el de algunos escritores. Los sílex se
encontrarían para hacer saltar chispas, para iluminar las profundidades, dar
fuerza para seguir.
Había recibido, entonces tenía que reflejar la luz así
como la luna nos refleja la del sol. Este era un argumento que pregonaba alto y
fuerte cierta pretensión: poder conmover. El poder supremo de causar orgasmos
en el otro.
Pero ninguna vanagloria, desde mi ventana. El paisaje
se extendía grandioso. Le aullaba al viento y escribía fresca y generosa. O
también fulminante y desarreglada, excavaba en las cuevas de un fregadero regurgitando,
una llave de doce en una mano, un oxímoron en la otra…la vida…
Y luego, me salió el tiro por la culata, justo o
injusto, sin causa aparente, me cruzo en el camino con una enorme pancarta:
PROHIBIDO ESCRIBIR BAJO PENA DE NULIDAD ABSOLUTA. Una pancarta muy
francesa. Blanca con letras rojas. Y abajo se precisa: resolución distrital de
mierda n° 1010 101 001.
Inútil recitarme todos los argumentos que les doy con
frecuencia a mis amigos para incitarlos a escribir, a crear. No sirve de nada. Obedezco
al mandato.
Los meses pasan.
No sé entre cuál muerte lenta escoger: ahogarme de vergüenza
dando a leer producciones de mala calidad a mis semejantes o aceptar que lo
absurdo de la vida, como una boa constrictora, aprieta cada día un poco más su
abrazo en mis costillas.
Se notará que se trata de asfixia en los dos casos.
Los meses pasan. Agonizo.
Y entonces vuelvo a coger el lapicero. Despacio. Como uno
pisa el pedal de una bicicleta de rueditas traseras.
Y entonces vuelvo a coger el lapicero. Tímidamente.
Como uno acerca su mano mientras un adulto abre inmensamente sus ojos diciendo
“no toques”.
Y entonces vuelvo a coger el lapicero. Automáticamente.
Como uno se limpia los mocos con el revés de la mano en invierno.
Y vuelvo a coger el lapicero. Obstinadamente. Como
cuando uno quiere llenar, a cualquier precio, este gran vacío que nos ofrecen,
de regalo dicen, el día en que nacemos.
Entre el silencio y las palabras, escojo nuevamente
las palabras.
Afirmar que escojo sería presuntuoso. Presumo que las
palabras han llenado nuevamente la regadera, que el temor aflojó su lazo del
cuello, que el gusto por el peligro produjo un nuevo brote de acné.
Y es así, lector, que la mina se desliza de nuevo
sobre el papel, para su gran desgracia. ¡Pero para mí más grande salvación!
Claro está, la vergüenza sigue sentada a mi lado. Sopla
su té para que se enfríe, atisba la pantalla del computador, me cuchichea
vainas feas al oído.
Confidencia de una tarde de gran ventisca.
Traducción Luz María García