jueves, 30 de abril de 2015

Les parasols.v2.


Un autre temps, un autre lieu.

Dans la chaleur de midi.

Le temps, comme l’air, se dilate au-dessus des pavés brûlants.

A la terrasse du café, les hommes et les femmes se chevauchent du regard.

Et ils s’épuisent à se goinfrer sous des parasols. Ils sont lourds de tout leur estomac. Assis sur des chaises pliantes bien frêles.


Même les enfants ronronnent au ralenti.

Affalés, ils sucent leur glace. Ils n’ont même plus la force de courir derrière les pigeons qui miettent.

La rue se paralyse au zénith.

 
Je me sens à contre-courant. Légère et audacieuse.

Je virevolte de l’intérieur. Le cœur pétillant. Mes sandales claquent. Ma robe danse autour de mes cuisses pendant que je traverse le village.

Ce soir, je rejoindrai l’amour.

 

Los parasoles.v2.


 

Otro tiempo, otro lugar.

Bajo el calor del mediodía.
El tiempo, como el aire, se dilata por encima de los adoquines hirviendo.
En la terraza del café, los hombres y las mujeres cabalgan con sus miradas.
Y se agotan tragando bajo los parasoles. Son pesados ​​con todo su estómago. Sentados en sillas plegables y frágiles.

Hasta los niños ronronean en cámara lenta.
Tumbados, chupan su helado. Ni siquiera tienen fuerza para correr detrás de las palomas migajeando.
La calle se paraliza en el cenit.


Me siento a contracorriente. Ligera y audaz.
Doy vuelta por dentro. El corazón chispeante. Mis sandalias repican. Mi falda baila alrededor de mis muslos mientras atravieso el pueblo.


Esta noche,  me uniré otra vez con el amor.


 

viernes, 24 de abril de 2015

Mi hermana la Noche.


 
Yo de la noche vengo y a la noche me doy…

Soy hijo de la noche tenebrosa o lunática…

Tan sólo estoy alegre cuando a solas estoy

y entre la noche, tímida, misteriosa, enigmática!


¿Cuándo vendrá la noche que jamás se termina?

León de Greiff.1918.

 

La noche que no se termina ha llegado para él finalmente. Un hermano descansa en su lecho de muerto.

Siembro cosas a mi alrededor, fabricar un “mi casa”, tener amigos y amores, soplo, respiro, todo me parece liviano y de repente muy pesado.

Me muero y me da risa, río y me muero de la risa. No quiero volver del otro lado del abismo. No hay nadie más.

Soy hermana de la noche tenebrosa y lunática. Vago entre las calles, las discotecas, entre los tragos, a lo largo de los hombres, y de repente, me recupero.

Planto mis pequeños granos de razón, para estar bien. Busco en los otros el lugar confortable que no encuentro en mí. Y luego finalmente, destruyo todo como cuando se pisotean las hileras de plantas del vecino que nos enerva.

Nada avanza a la velocidad correcta. Otra vez esperar, otra vez suspender, dejar para el día siguiente, para la semana próxima o para el año nuevo.

El cielo gris plomizo pasa sobre mi cabeza. Quisiera disfrutarlo, beberlo hasta el poso pero no sé cómo…tengo el trasero refundido en este sofá.

La mandíbula apretada me produce calambres en el estómago. Quisiera vomitar mi rencor en los pies de los transeúntes… ¿pero cuál rencor?

Ya no sé contra quien peleo. El odio me embrutece y me quedo somnolienta. La espalda hecha trizas y los pies fríos…mis ojos quisieran mimar pero son bizcos y no ven más que el cemento y el polvo….los trancones, el humo, el alquitrán…

Todo me agrieta hasta la tortolita de cola café que se posa en el césped……

Las horas son tan largas como la avenida que atraviesa la ciudad.

Es una pequeña murria que no sabe a nada, una pequeña murria sin antes ni después….una pequeña murria de citadina encerrada en una caja….una pequeña murria de funcionaria sin causa, sin consecuencia, que pasa desapercibida, no más gruesa que la cagada de un cuervo cayendo en el azul intenso.

Pero mi hermana la Noche llegará…

Traducción Luz María García.

jueves, 23 de abril de 2015

PROHIBIDO ESCRIBIR


 

El miedo de no poder escribir más me taladra, me esculpe los riñones, me encalambra los dedos de los pies, me despelleja las uñas, me consume la noche mientras miro fijamente el techo.

Hace algunos meses, me desautoricé a coger el lapicero. Elevé este objeto  hasta el rango de instrumento de música sagrada que solo monstruos demiurgos pueden tocar con su espíritu agudo: Chateaubriand, Duras, Kafka, Schnitzler, Fitzgerald…

Entre más leo, estoy más sometida a un movimiento doble: entro bajo tierra elevándome. Me posee un sentimiento furioso de inferioridad y simultáneamente una violenta trascendencia.

Soy la presa de vectores fuerza que van en direcciones opuestas. Me encojo estirándome.

Me es ahora imposible tocar un lapicero ya que se ha convertido para mí en cetro de rey, hisopo de cura, varita mágica de hada o de Mago. Les atribuyo todos los poderes y canto un nuevo credo:

La tinta se transubstancia en el espíritu del escritor como el vino se transubstancia en la sangre de Cristo Salvador.

Aquí llegué. Hasta aquí. Muy lejos, entonces.

Observo, sobre la mesa, este humilde lapicero Bic de un euro cincuenta. No sospecha nada. Yo lo miro con otros ojos. En mis alucinaciones paranoicas, pienso que me mide. Levanta la barbilla muy alto a la manera de un Mont Blanc. Se burla de mis divagaciones literarias. Escondo la cabeza entre los hombros, volteo la mirada, lo agarro y trato de ahogarlo en la masa, directo de cabeza, en toda la mitad del tarro de lápices.

Batalla perdida de antemano. Acaba por reaparecer.

Ya no tengo el derecho de sostener su delgado cuerpo entre mi pulgar y mi índice.

A pesar de todo, me otorgo ciertas ligerezas. Pequeños navajazos en el contrato.

Lo empuño entonces para escribir listas interminables “cosas por hacer”, para alinear cifras y cuentas, para anotar horarios, para garabatear mientras estoy al teléfono, para mascar su tapa, para rascarme el cuero cabelludo.

Limito su uso a tareas ingratas. Su elegancia se reduce al silencio. Y mi salud declina.

Como Ícaro, pretendí querer volar y acercarme al sol. La cera se derritió, las alas se despegaron y me hundí en el agua. Pero a diferencia del hermoso ateniense, soy una mosca. Me acerqué a una lámpara y sonó un pequeño crcrcrcrcrcr acompañado de un olor desagradable. Nada más.

La vergüenza me invade cada día un poco más.

Y cómo explicar a las personas que me cruzo y me preguntan por mis escritos y mis lecturas que nunca más –No, se los juro, nunca más, nunca jamás, tendré la arrogancia de juntar tres palabras sobre un papel…a no ser que se trate de una lista de mercado: papel higiénico, pan tajado, crema dental, cereales, mariquita de la suerte, cacofonía, otitis, dolor agudo…

No ensuciaré más la hoja inmaculada con el flujo de mi vientre. Esta vez me propongo contener y dominar las tripas.

Y como explicarles que si, en el pasado, les regalé el espectáculo de sacar los trapitos al sol de mis penas de pacotilla fue porque pecaba siendo inocente, o más bien siendo inconsciente.

Comencé a escribir así sin darme cuenta. Al fin y al cabo, no había mucho orgullo en este proceso, aunque algunos presumieron lo contrario.

Simplemente, estaba llena de palabras. Ellas asomaban su nariz en permanencia. Garabateaba en los pañuelos de papel, las cajetillas de cigarrillos, las bolsas del pan de bono, los individuales de mesa, los post-it, detrás de la chequera, los volantes, las programaciones del cine…

Tenía una sensación de aguas subterráneas que comenzaban a desbordarse. Era un gran manantial que me tomaba por sorpresa. Todo llegaba a la superficie de repente y cogí la costumbre de responder a esas manifestaciones salvajes, de una violencia previa al nacimiento…

Salía de la ducha, del baño corriendo para atrapar mi libreta. Escribía parada en el bus, en la fila del supermercado. El almuerzo podía enfriarse. Los carros podían pitar cuando cambiaba el semáforo a verde. En el andén caminaba tres pasos tomaba nota sobre mi rodilla, y caminaba otro tres pasos. Atravesaba el papel y la tela del pantalón.

Me levantaba de noche.

Naturalmente, con despreocupación, e instintivamente tendía las palabras unas al lado de las otras y luego quise verlas desfilar sobre el podio. Me repetía sin fin y seguido la misma pregunta: ¿por qué esa necesidad de exponerlas, de sacarlas del cajón?

Solo veía una repuesta. Quería devolverle al mundo los impactos emocionales que había vivido durante mis lecturas.

Una de mil personas o de diez mil o de un millón se emocionaría sin duda con alguna de mis historietas. Su inconsciente golpearía el mío, así como el mío había golpeado el de algunos escritores. Los sílex se encontrarían para hacer saltar chispas, para iluminar las profundidades, dar fuerza para seguir.

Había recibido, entonces tenía que reflejar la luz así como la luna nos refleja la del sol. Este era un argumento que pregonaba alto y fuerte cierta pretensión: poder conmover. El poder supremo de causar orgasmos en el otro.

Pero ninguna vanagloria, desde mi ventana. El paisaje se extendía grandioso. Le aullaba al viento y escribía fresca y generosa. O también fulminante y desarreglada, excavaba en las cuevas de un fregadero regurgitando, una llave de doce en una mano, un oxímoron en la otra…la vida…

Y luego, me salió el tiro por la culata, justo o injusto, sin causa aparente, me cruzo en el camino con una enorme pancarta: PROHIBIDO ESCRIBIR BAJO PENA DE NULIDAD ABSOLUTA. Una pancarta muy francesa. Blanca con letras rojas. Y abajo se precisa: resolución distrital de mierda n° 1010 101 001.

Inútil recitarme todos los argumentos que les doy con frecuencia a mis amigos para incitarlos a escribir, a crear. No sirve de nada. Obedezco al mandato.

Los meses pasan.

No sé entre cuál muerte lenta escoger: ahogarme de vergüenza dando a leer producciones de mala calidad a mis semejantes o aceptar que lo absurdo de la vida, como una boa constrictora, aprieta cada día un poco más su abrazo en mis costillas.

Se notará que se trata de asfixia en los dos casos.

Los meses pasan. Agonizo.

Y entonces vuelvo a coger el lapicero. Despacio. Como uno pisa el pedal de una bicicleta de rueditas traseras.

Y entonces vuelvo a coger el lapicero. Tímidamente. Como uno acerca su mano mientras un adulto abre inmensamente sus ojos diciendo “no toques”.

Y entonces vuelvo a coger el lapicero. Automáticamente. Como uno se limpia los mocos con el revés de la mano en invierno.

Y vuelvo a coger el lapicero. Obstinadamente. Como cuando uno quiere llenar, a cualquier precio, este gran vacío que nos ofrecen, de regalo dicen, el día en que nacemos.

Entre el silencio y las palabras, escojo nuevamente las palabras.

Afirmar que escojo sería presuntuoso. Presumo que las palabras han llenado nuevamente la regadera, que el temor aflojó su lazo del cuello, que el gusto por el peligro produjo un nuevo brote de acné.

Y es así, lector, que la mina se desliza de nuevo sobre el papel, para su gran desgracia. ¡Pero para mí más grande salvación!

Claro está, la vergüenza sigue sentada a mi lado. Sopla su té para que se enfríe, atisba la pantalla del computador, me cuchichea vainas feas al oído.

Confidencia de una tarde de gran ventisca.


Traducción Luz María García

lunes, 20 de abril de 2015

Noche bereber.





Djebel Sargho. Noche de Navidad.

Las mulas, con sus patas amarradas, remueven la polvareda y comen el grano con una apariencia de cirujano. Máscara sobre la nariz. Los Bereberes, con la cabeza envuelta en grandes telas, buscan los víveres y los cacharros dentro de las cargaderas  desmontadas del anca de las bestias. Son sombras que se deslizan, elásticas, en la obscuridad  y alegres se muestran de poder comer una vez que el sol se oculte, y  preparan  entonces la harira y los tajines. Hombro con hombro, en círculo, las rodillas dobladas, su mirada perfora la noche.  Las bolas blancas  marcadas por el kohl lanzan destellos. Bajo las estrellas, las bandejas de plata y las ollas de aluminio también brillan. Las lavan acurrucados delante de las vasijas,  economizando  cada gota de agua,  los recipientes  de plástico cuidadosamente cerrados.

El rebaño de cabras se acerca al igual que el miedo a las tinieblas. El Escorpión, fabuloso,  apunta su dardo desnudo, y se extiende cuan largo sobre el dosel del cielo.

Uno por uno, los hombres descorren la tela y penetran en la redondez  de la carpa.

Al calor del té, se recuperan lentamente. La tela los protege de esta desmesura que vibra allí afuera, de este horizonte sin fin, fascinante, agotador. Ella los pone al abrigo de sus elementos salvajes que arrebatan las sangres. El mundo alrededor de ellos se encoge ahora. Recupera su talla humana.

Las imágenes del día se revelan poco a poco en la retina: los picos rocosos, las gargantas montañosas,  las llanuras gigantescas aparecen al comienzo vagos, luego definidos, recorridos, reconocidos, dominados. Los músculos se distienden. La sequedad  resquebraja  las comisuras de los labios, el rabillo del ojo. La piel se vuelve de cuero.  Las aletas de la nariz, las mejillas se quiebran. Nuevos mapas de geografía se dibujan.

Se llena el estómago en silencio. Las manos van y vuelven a la boca, tranquilamente.

Sentada sobre los tapetes bordados, la mujer blanca escucha la tempestad que se anuncia  y las cabras que balan.

Las guirlandas eléctricas, los grandes pinos ataviados de bolas, los caramelos de chocolate, los frascos de foie gras, los regalos bellamente empacados, los sofás de terciopelo, las chimeneas encendidas, las familias que se abrazan bajo el muérdago han desaparecido de su memoria… la Nochebuena se  esfumó, como un espejismo apenas percibido, o agua tragada por la arena.

Habría podido nacer aquí el niño prodigio. En este desierto. Entre las mulas, las cabras y los Bereberes, sobre mantas de lana gruesa.

Pero es el desierto rocoso y su pueblo quienes ocuparon el lugar. Inmenso y humilde.



Traducción Amelia Añez

jueves, 2 de abril de 2015

Entre perro y lobo.


 

Entre perro y lobo, entre Gastón y  Gérard, deambulo entre los seres, camino, camino, camino…
¿Qué más puedo hacer? Las soledades no se encuentran.

Me trago cuatro novelas en dos días. Las palabras son flotadores que me ayudan a permanecer en la superficie, a pesar de que en ocasiones pierden su contenido. Y yo repito en mi mente la palabra muro hasta que ya no significa más, solo cuatro pequeños sonidos que yo artículo en mi boca.

Tránsito entre los seres, me froto a ellos pero ya no percibo su huella sobre mi cuerpo, ni su rastro sobre mi alma.
Me institucionalicé. Me fijo. Me convierto en un yo esclerotizado lleno de certezas y de resignación, de tolerancia y de rituales.

Veinte minutos. Desde hace veinte minutos, el aire entra y sale por mi nariz.

Sentada frente al computador, teclo notas laborales sin interés. Miro a la colega a mi lado y luego miro a la fotocopiadora y siento más afinidades, más cercanía con la fotocopiadora…  ella repite, yo repito, cuando se atasca el papel, ella tiene una pequeña alarma que suena con una lucecita naranja que titila.

Tititititi…

Mi lucecita se agita desde hace un largo tiempo, pero no hay un técnico a la vista. Yo me aíslo, ya no soy permeable como antes. 
Las decepciones se acumularon como se acumulan los granos en el rostro de alguien con acné. Cada día aparece un pequeño punto rojo, pequeños moretones. Entonces ya no paso frente al espejo. Me lavo los dientes con la mirada fija en los montones de ropa en el armario.

Por la noche, abrazo la almohada, retuerzo los dedos en la cola del gato y exploro las sábanas frías con la punta del pie…

 
Todavía hay un poco de camino por recorrer… todo puede ocurrir… todo puede pasar, esto no ha terminado… no ha terminado, está lejos de haber terminado, es sólo una pausa, una pausa a la que no estoy acostumbrada. Soy una persona de carácter tipo A… tiene que brincar pero la vida dice que no… como si ella quisiera darme una lección.

En fin aprendo mi lección de memoria cada noche. Cuento los lugares comunes como las perlas de un rosario.

Y luego devoro los libros. Me emborracho de palabras. Escucho su voz que llena todos los rincones de mi cabeza.
Busco la respuesta en cada novela. Y descubro otra.

Me tranquilizo cuando entro a la biblioteca. Miro los estantes repletos y suspiro… los encuentros todavía son posibles.
Cada carátula contiene un mundo que contiene mi salvación.
Termino una novela para abrir otra.

Pero es un diálogo de sordos el que se perfila. Yo los escucho, ellos no me escuchan. Nada que hacer: no se pusieron sus audífonos. Para que reciban a su vez mi palabra, renuncio a mi rol de funcionaria endurecida y escribo este borrador en una página de mi correo mientras miro la fotocopiadora.

Me auto-envío el mensaje. Otro grito tipo Munch.

La colega sentada a un metro ni se inmuta.


Yo no leía nada cuando era niña. Ni una línea. Si… el diccionario que me servía también de silla alta para sentarme a la mesa.
Y luego un día, una novela llegó a mis manos La espuma de los días. Con un lápiz, comencé a subrayar las frases que me gustaban. Cuando cerré el libro, todas las líneas o casi estaban marcadas. Tenía 13 años. El gran comienzo de mi bulimia. No tenía idea de la proporción que esto tomaría.

 
Tamborileo sobre el teclado al lado de mi gemela la fotocopiadora. La colega no pestañea frente a su pantalla. A penas un hola, apenas un hasta luego. No le digo nada más tampoco.

Entonces regreso a mi Kafka para ver si él me habla de su ser taciturno.

 

 

 

Entre chien et loup.v2.


 

Entre chien et loup, entre Gaston et Gérard, je vadrouille entre les êtres, je marche, marche, marche...

Que faire d'autre ? Les solitudes ne se rencontrent pas.
 
J'avale quatre romans en deux jours. Les mots sont autant de bouées qui m'aident à rester à la surface, même si parfois, ils se vident de leur contenu. Et je répète dans ma tête le mot mur jusqu'à ce qu’il ne signifie plus rien, seulement trois petits sons que j'articule dans ma bouche.

Je circule entre les êtres, je me frotte à eux mais je ne perçois plus leur empreinte sur mon corps, ni leur trace sur mon âme.

Je me suis institutionnalisée. Je me fige. Je deviens un moi sclérosé rempli de certitudes et de résignation, d'accoutumance et de rituels.

Vingt minutes. Depuis vingt minutes, l’air entre et sort par mes narines.

Assise devant l’ordinateur, je pianote des notes de service sans intérêt. Je regarde la collègue à mes côtés puis je regarde la photocopieuse et je me sens plus d'affinités, plus d'accointances avec la photocopieuse.....elle répète, je répète....quand elle fait un bourrage de papier, elle a une petite alarme qui sonne avec un voyant orange qui clignote.

Tititititi…

Ma petite lumière s'agite depuis longtemps déjà, mais pas de technicien en vue.

Je m'isole, je ne suis plus perméable comme auparavant.

Les déceptions se sont accumulées comme autant de furoncles sur le visage d'un acnéique. Chaque jour une nouvelle rougeur apparaît, petites meurtrissures.

Alors je ne passe plus devant le miroir. Je me lave les dents le regard fixé sur les piles de linge dans l'armoire.

La nuit, j'épouse l'oreiller, entortille les doigts dans la queue du chat, explore les draps froids avec le bout du pied…


Il y a encore un bout de chemin à parcourir...tout peut survenir.... tout peut arriver, ce n'est pas fini....pas fini, loin d’être fini, c'est juste une pause, pause à laquelle je ne suis pas habituée. Je suis une personne de caractère type A ...donc il faut que ça fuse mais la vie dit non.....comme si elle voulait me donner une leçon.

Enfin, j’apprends ma leçon par cœur chaque soir. J’égrène les lieux communs comme les perles d’un chapelet.

Et puis je dévore les livres. Je me saoule de mots. J’écoute leur voix qui remplit tous les recoins de ma tête.

Je cherche la réponse dans chaque roman. Et j’en découvre une autre.

Je me sens rassurée quand j’entre dans la bibliothèque. Je regarde les étagères bourrées à craquer et je soupire… des rencontres sont encore possibles.
 
Chaque couverture contient un monde qui contient mon salut.
Je termine un roman pour en ouvrir un autre.

Mais c’est un dialogue de sourds qui se profile. Je les entends, ils ne m’entendent pas. Rien à faire: ils n’ont pas mis leur sonotone. Pour qu’ils reçoivent à leur tour ma parole, je démissionne de mon rôle de fonctionnaire aguerrie et je brouillonne cette page sur ma messagerie en regardant la photocopieuse.

Je m’auto-envoie le message. Encore un cri à la Munch.

La collègue à un mètre ne bronche pas.

 
Je ne lisais rien lorsque j’étais enfant. Pas une ligne. Si...le dictionnaire qui me servait aussi de rehausseur pour m’installer à table.

Et puis un jour, un roman m’est arrivé entre les mains L’écume des jours. Avec un crayon à papier, j’ai commencé à souligner les phrases que j’aimais. Quand j’ai refermé le livre, toutes les lignes ou presque étaient marquées. J’avais 13 ans. Le grand début de ma boulimie. Aucune idée des proportions que cela allait prendre.

Je tambourine sur le clavier à côté de ma jumelle la photocopieuse.  La collègue ne scille pas devant son écran. A peine un bonjour, à peine un au revoir. Je n’en dis pas davantage d’ailleurs.

Alors je retourne à mon Kafka voir si lui me parle de sa taciturnerie.

 

miércoles, 1 de abril de 2015

Tan yo.



Tan yo, tan lejos de mí.

Decible, indecible, diré todo, no sabrán nada.

Hacer lo que quiero. Decir lo que quiero. Escribir lo que quiero como bailar en topless en una discoteca.  Un desbordamiento de libertad que da el vértigo a los que se acercan.

Amar estremecerse. Actuar bajo el impulso del momento y de la imagen.

Acariciar el peligro sin nunca mostrar el miedo.

Armarse de una espada y de un escudo incluso para dormirse.

Esperar una mirada o provocarla, ofrecer su cuerpo en agradecimiento por una sonrisa, maravillarse de la pepita ganada, y pues, abrir el cofre al final del año, hacer las cuentas, descubrir el oro convertido en plomo, perder mucho.

Querer comprometerse con un hombre, a todo costo, utilizando un calzador, mientras que detestar la rutina y las medias hombres/mujeres mezcladas en un mismo cajón.

No tener ninguna consistencia en la mitad de una apartamento vacío, y tomar forma en un café abarrotado.

Valor 0 para papá. Valor 100 para la mamá.

Soñar con una vida trepidante, siempre en la escalada, más y mejor que los otros, y al mismo tiempo tener envidia por la banalidad y la seguridad de la vecina: un marido, tres hijos, un futón, un perro, una cita en el pediatra por la varicela del hijo menor.

Reclamar la quietud inesperada, la paz devastadora, la tranquilidad sobre el estado de alerta.

Subirse hasta la almena y hacer flotar el estandarte de la contradicción.

Atraer a los hombres, tentarlos, mantenerlos calientes, ponerlos patas arriba, irritarlos, mimarlos, darles alergias, alabarlos, para después reducirlos mejor, herirlos para consolarlos, asquearlos de sí mismo  mientras se les cautiva y entonces finalmente entender que 1000 multiplicado por 0 es igual a 0, obviamente la cabeza de Toto, el casco raspado. No hay nada en el coco. Arrancar el borrador, hacer una bolita y tirarla a la basura. Retomar una hoja. Revisar su copia.

Vivir más, disfrutar más. Los nuevos mandatos del siglo me alienan. Entonces, caigo embelesada. Pies y manos amarrados, un día entero, desengrano las horas. Y ya no quiero ser la mujer del amigo Ricoré. Quiero ser un taburete de tres patas.

El texto descarrila. Está recostado sobre un lado, respira lentamente.

Escribir feo.

Un pasaje obligado.

Un pasaje de larga duración

Un pasaje no muy sabio

Perseguir pero fuero de la jaula

Saborear a la verdadera bruja

Sin nunca caer borracho.

Pesadilla. Las rimas pobres hacen la cola en la sopa popular. Sale humo de su boca en pleno invierno.

O bien, cambio de agujas. El texto se larga hacia otra dirección.

Nuestros cuerpos se entremezclan. Dominante, dominado en un ballet sangriento de pura envidia. Carne y huesos se sacuden. Rígida es la vida que nos atraviesa.

Somos indomables cuando la tiranía se ejerce y nos quedamos impotentes frente a la igualdad.

La muerte se dobla en cuatro para suspender el segundo y nos sorprende a contrapelo. Ella envía un mensaje de amor agudo a esos esqueletos  sublevados por los electrochoques.

Se nos ha invitado a un festín de los dioses pero susurramos frases más triviales que cagadas de mosca.  Decididamente no estamos dotados.  Se nos ha puesto a manera de cerebro una estupidez  de Kinder Sorpresa, chocolate que se pega en el paladar y un juguete de plástico. Somos muy orgullosos cuando nos lo regalan. Después, envejece muy mal, los stickers se despegan,  no hace más que atrapar polvo sobre la estantería.

En fin, seamos indulgentes. No le disparamos a la ambulancia. Ya tiene las ruedas pinchadas, una sirena asmática y le robaron los retrovisores la semana pasada.

Tan yo, tan lejos de mí.  Diré todo, no sabrán nada.