martes, 23 de febrero de 2016

Crónica de una depresión.



Otro domingo por la mañana, pegastickada en el fondo de la cama. Miro los libros de bolsillos puestos en la mesita de noche. El “pero ¿de qué sirve?” me está invadiendo. Ningún deseo se presenta o, más bien surgen miles pero ninguno me levanta. Me volteo lado cara, hago lo imposible para asirme del sueño que acaba de atravesarme. Medio borrado, medio impreso. Me volteo lado sello, agarro la almohada, deslizo mis brazos por debajo. El mecanismo se activa y las imágenes regresan gradualmente. Violentas. Doy golpes a tres mujeres en saris. Sus caras son preciosas. La seda es suave. Mis puños descuelgan las mandíbulas, aplastan los ojos. Mis manos arrancan el pelo a mechones, golpean las cabezas contra el suelo. Por fin, la sangre sale a chorros para liberarme. Unos pocos segundos de tregua.
Pero intransigente, exigente, repugnante, el odio me sumerge de nuevo. Entonces pisoteo sus cuerpos tendidos en el suelo. La destrucción, porque siempre será incompleta, no me sacia.

Con la punta del pie, busco, en las sabanas, los rincones de la cama que se mantuvieron fríos. Doy un beso al oso rojo que duerme en mi pijama. Entrecierro los ojos para ver el mundo a través de la barrera de mis pestañas.
Tres horas a bullir en las cuatro esquinas de la cama como un gusano de harina. Exploro mis emociones innecesariamente. Todo es insípido.

Acción decisión. Paso en posición sentado y pongo en marcha el autómata. Un pie delante del otro hacia la cocina. Las cerámicas de las paredes son más blancas de lo habitual. Como mis huevos que saben a icopor. Estoy a punto de volver a acostarme. Me gustaría tomar el aire, sino que estoy detenida en el acuario.

El cielo es de otoño. Me doy una excusa. Recobro el aliento y vuelvo a orinar por la quinta vez. Las descargas se multiplican y dan ritmo al vaivén de las angustias. Los trastornos de las profundidades aparecen a la superficie.

Una persona de carne y hueso, posiblemente, podría arrancarme a mi torpor, pero ¿Quién llegará? ...Nadie. Estoy en la categoría: sin destino. Debo someterme a la clasificación. Mis brazos, más pesado que el plomo, me ordenan que me sentara. Fumo y el mundo se disloca más. Todo se convierte en cartón-piedra incluyendo mi propio cuerpo. Miro mi embalado. Vivo en su interior, me codeo con él cada día y sin embargo me parece extranjero, impenetrable.
Me quedo allí dos horas más sin moverme. Nada me sustrae a la melancolía.

Decisión Acción. Entro en la ducha. Espero que el agua cumpla un milagro. Percibo decenas de pequeñas manos que me enjabonan. Dulzura  de una inmensa caricia. Me ausento un momento. La sensación desaparece. Amargura de la pérdida.

Decisión acción. Correr detrás del tren en marcha, tomar las cosas en el camino, celebrar la velocidad. Me visto en diez minutos y salgo en un estruendo de portazos y chapas. La realidad quizás va a vislumbrar y señalarme la dirección correcta.
Las calles están desiertas, sucias, incomprensibles.
La fealdad de la ciudad me salta a la garganta. Camino una y otra vez para tratar de crear una maniobra de diversión. La sangre se calienta y comienzo a sudar. Espero llegar a ser lo que sé de mí mismo. Nada ayuda. Me desdoblo. Temo por mí mismo y prefiero correr de vuelta al apartamento. ¡Ojalá nadie me vea, ojalá nadie se entere!

Me enrollo en las mantas, el sillón de espalda a la montaña. Prefiero no mirar por la ventana. El exterior me grita que la vida es bella y que tengo que gozarla. Me hago culpable de ser frígida.

El miedo a morir timbra a la puerta. Un soplo helado baja sobre mi cráneo, desliza detrás de las orejas, recorre la nuca. El ascensor cae al fondo de la fosa, el carro sale de la carretera, el avión pierde mil metros. Las tripas saltan al techo antes el impacto. Pero este instante tan corto en una situación real, se estira como chicle y dura horas enteras con una intensidad variable. 5.5, 4.2, 3.7, 9.2 y así sucesivamente.
Mi cuerpo está congelado y luego asado en el aceite de un sartén, inmerso en el ácido, encerrado en una bolsa de vacío.
Mis sentidos, ahora hiperactivos, no pueden seguir. Todo se desboca.


Reacciono y me levanto de un salto. Decisión acción. Hacer. Hay que hacer.
Ordeno mi ropa, la aliso, la doblo, la despliego, la vuelvo a plegar, hago pilas. Me tranquilizo cinco minutos. Mi interior encuentra un poco de serenidad. Y luego al abrir un cajón, el desdoblamiento resurge: la ropa no es mía. Siento que estoy vaciando el armario de un muerto después de su entierro.


Me sacudo, me resoplo, rechazo las ideas que me ennegrecen y fijo el reloj. No sé lo que espero. Me anieblo una vez más.

La noche cae como un alivio. Tengo el derecho de volver a acostarme. Desaparecer hasta mañana.
Pero la autoflagelación asoma las narices. La norma no permite dormirse a las seis de la tarde.
Vuelvo a vaciar mi vejiga. Poco menos de lastre. Demasiado poco de lastre. Despego, entro en pánico a la idea de convertirme en gas, de dilatarme. Me ensaño en recuperar mis moléculas que se están largando.
Sofoco un poco. Me pellizco los brazos para que el dolor me dé forma, para que yo pueda definir mis contornos.
Los agujeros de aire me dan arcadas. Me reclino, me siento, me reclino, sobresalto, paso la escoba y vacío la basura.
La tortura fantasma pasa y vuelve a pasar. Nada se mueve en el apartamento.
Lavo los platos y remuevo y remuevo las ollas unas contra las otras en el closet. Hacer ruido, acompañarse de ruido.


Me siento en el sofá, el sofá una y otra vez, como un imán. El sofá otra vez y siempre, el sofá como un amante demasiado pegajoso. Fumo otro cigarrillo, este me da náuseas. El estómago se revuelve un poco, nada más.


Decisión acción. Llamo por teléfono a un amigo. Conversación banal que anima y redondea durante diez minutos las paredes de la sala. Las palabras comunes y corrientes resuenan y ofrecen un refugio, una pausa algodonosa.
Cuelgo.
Silencio.
Colapso.

Logré resistir hasta las diez. La norma ahora me autoriza a acostarme.
Desde mi almohada, descifro los títulos de las novelas puestas sobre la mesita de noche. Estiro el brazo, abandona, encuentro el coraje. Abro el primer libro que cayó en mis manos.
Leo sin entender el curso de las palabras. No tienen más sabor que los huevos de icopor de esta mañana. Indistintos.
Apago la luz. Con la oscuridad, un abismo se abre debajo de mí. Finjo ignorarlo como si fuera una persona que uno no quiere ver. Me estremezco un poco y, boca abajo, aprieto con fuerza mis puños en los bordes del colchón.
Espero el sueño que llega a paso lento. Muy lento. Demasiado lento.

Me volteo, me volteo, me volteo,… ¿me volteo por quién? ¿Por qué? ¿Qué es lo que dejé atrás que me duele tanto?

Inspira, expira, inspira, expira, inspira, expira. Expira.




* La palabra retourner se puede usar en francés para significar volver o voltear
Versión blog 1, 15 de septiembre de 2012.
Versión 2, 17 de febrero de 2016.

 

Chronique d’une dépression.v2.



Encore un dimanche matin, scotchée au fond de mon lit. Je regarde les livres de poche posés sur la table de nuit. L’à-quoi-bon m’envahit. Aucune envie ne se présente ou plutôt mille se présentent mais aucune ne me lève. Je me retourne côté pile, je fais l’impossible pour saisir le rêve que vient de me traverser. À moitié effacé, à moitié imprimé. Je me retourne côté face, attrape l’oreiller, glisse mes bras en dessous. La mécanique s’enclenche et les images reviennent peu à peu. Violentes. Je donne des coups à trois jeunes filles en sari. Leur visage est magnifique. La soie est douce. Mes poings tombent, décrochent les mâchoires, écrasent les yeux. Mes mains arrachent les cheveux à pleine poignée, frappent les têtes sur le sol. Le sang coule enfin à flot pour venir me délivrer. Quelques secondes de répit.

Mais intransigeante, exigeante, écœurante, la haine me submerge de nouveau. Alors je piétine leurs corps étendus sur le sol. La destruction, parce qu’elle sera toujours incomplète, ne me rassasie pas.

Avec la pointe du pied, je cherche, dans les draps, les recoins du lit restés froids. J’embrasse l’ours rouge qui dort dans mon pyjama. Je plisse les yeux pour regarder le monde à travers la barrière de mes cils.

Trois heures à grouiller aux quatre coins du lit comme un ver de farine. J’explore mes émotions inutilement. Tout reste insipide.

Décision action. Je passe en position assise et je mets en marche l’automate. Un pied devant l’autre jusqu’à la cuisine. Les faïences sur les murs sont plus blanches que d’habitude. Je mange mes œufs au goût de polystyrène. Je suis sur le point d’aller me recoucher. J’aimerais prendre l’air mais je suis retenue dans l’aquarium.

Le ciel est à l’automne. Je me donne une excuse. Je reprends mon souffle et retourne uriner pour la cinquième fois. Les vidanges se multiplient et scandent le va et vient des angoisses. Les troubles des profondeurs font surface.

Une personne en chair et en os pourrait peut-être m’arracher à ma torpeur mais qui viendra ?…personne. Je suis dans la catégorie: sans destinée. Je dois me soumettre au classement. Mes bras, plus lourds que le plomb, me donne l’ordre de m’assoir. Je fume et le monde se disloque davantage. Tout se transforme en carton-pâte y compris mon propre corps. Je regarde mon enveloppe. Je vis à l’intérieur, je la côtoie chaque jour et pourtant elle me semble étrangère, impénétrable.

Je reste encore là deux heures sans bouger. Rien ne me soustrait à la mélancolie.

Décision action. J’entre sous la douche. J’espère que l’eau accomplira un miracle. Je perçois des dizaines de petites mains qui me savonnent. Douceur d’une immense caresse. Je m’absente un moment. La sensation disparaît. Aigreur de la perte.

Décision action. Courir derrière le train en marche, prendre les choses en route, célébrer la vitesse. Je m’habille en dix minutes et sort dans un fracas de portes qui claquent et de verrous. La réalité va peut-être poindre et m’indiquer la bonne direction.
Les rues sont désertes, sales, incompréhensibles.
La laideur de la ville me saute à la gorge. Je marche encore et encore pour essayer de faire diversion. Le sang s’échauffe et je commence à transpirer. J’espère redevenir ce que je sais de moi. Rien n’y fait. Je me dédouble. J’ai peur pour moi-même et je préfère courir, retourner à l’appartement. Pourvu que personne ne me voie,  pourvu que personne ne sache !

Je me roule en boule dans les couvertures, le fauteuil dos à la montagne. Je préfère ne pas regarder par la fenêtre. L’extérieur me crie que la vie est belle et que je dois en jouir. Je me rends coupable d’être frigide.

La peur de mourir vient de sonner à la porte. Un souffle glacial descend sur mon crâne, glisse derrière les oreilles, parcourt la nuque. L’ascenseur tombe au fond de la fosse, la voiture sort de la route, l’avion décroche de mille mètres. Les tripes sautent au plafond avant l’impact. Mais cet instant, si court dans une situation réelle, s’étire comme un chewing-gum et il dure des heures entières en variant l’intensité. 5.5, 4.2, 3.7, 9.2 et ainsi de suite.
Mon corps est congelé puis grillé dans l’huile d’une poêle, immergé dans l’acide, enfermé dans un sachet sous vide.
Mes sens, maintenant suractivés, ne peuvent plus suivre. Tout s’emballe.

Je réagis et me lève d’un bond. Décision action. Faire. Il faut faire.
Je range mes vêtements, je les défroisse, les plie, les déplie, les replie, fait des piles. Je suis rassurée cinq minutes. Mon intérieur retrouve un peu de sérénité. Et puis en ouvrant un tiroir, le dédoublement ressurgit : les vêtements ne m’appartiennent pas. J’ai l’impression de débarrasser l’armoire d’un mort après son enterrement.

Je me secoue, je m’ébroue, je chasse les idées qui me noircissent et je fixe ma montre. Je ne sais plus ce que j’attends. Je m’embue une fois de plus.

La nuit tombe comme un soulagement. J’ai le droit de retourner me coucher. Disparaître jusqu’à demain. Mais l’autoflagellation pointe son nez. La norme ne permet pas de s’endormir à six heures du soir.

Je retourne vider ma vessie. Un peu moins de lest. Trop peu de lest. Je décolle, je m’évapore, je panique à l’idée de devenir un gaz, de me dilater. Je m’acharne à récupérer mes molécules qui foutent le camp.
Je suffoque un peu. Je me pince les bras pour que la douleur me donne forme, pour que je puisse définir mes contours.
Les trous d’air me donnent des hauts le cœur. Je m’allonge, me rassois, me rallonge, sursaute, passe le balai et vide la poubelle.

La torture fantôme passe et repasse. Rien ne bouge dans l’appartement.
Je fais la vaisselle et remue et remue les casseroles les unes contre les autres dans le placard. Faire du bruit, s’accompagner de bruit.

Je me rassois sur le canapé, le canapé encore et encore, comme un aimant. Le canapé encore et toujours, le canapé comme un amant trop collant. Je fume une autre cigarette, celle-là me donne la nausée. L’estomac se retourne un peu, sans plus.

Décision action. Je téléphone à un ami. Conversation banale qui anime et arrondit pendant dix minutes les murs de la salle. Les mots ordinaires résonnent et offrent un refuge, une pause cotonneuse.
Je raccroche.
Silence.
Effondrement.

J’ai réussi à résister jusqu’à dix heures. La norme m’autorise maintenant à me coucher.
Depuis mon oreiller, je déchiffre les titres des romans posés sur la table de nuit. Je tends le bras, abandonne, trouve le courage. J’ouvre le premier livre qui me tombe sous la main. Je lis sans comprendre des suites de mots. Ils n’ont pas plus de goût que les œufs en polystyrène de ce matin. Indistincts.
J’éteins la lumière. Avec l’obscurité, un gouffre s’ouvre sous moi. Je feins de l’ignorer comme s’il s’agissait une personne qu’on n’a pas envie de voir. Je tressaille un peu et, à plat ventre, je serre très fort dans mes poings les bords du matelas.

J’attends le sommeil qui arrive à pas lents. Très lents. Trop lents.

Je me retourne, je me retourne, je me retourne, …je me retourne sur qui ? Sur quoi ? Qu’est-ce que j’ai laissé derrière moi qui me fait tellement mal ?

 
Inspire, expire, inspire, expire, inspire, expire. Expire.

 
 
Version blog 1, 15 septembre 2012.
Version 2, 17 février 2016.

martes, 16 de febrero de 2016

Pero ¿de qué sirve escribir? 2.

o Contarlo todo sin saber cómo.


Cambio de escenario. Primeras horas en el campo. Estoy sentada en mi cama, la espalda muy hundida en las almohadas de plumas, las piernas dobladas en ángulo recto, el computador sobre los muslos. El gato ya no juega con la pequeña flecha. Por fuera, la que habla es Colombia.
Saltamontes, cucarachas, grillos, pájaros, serpientes. Así que corre detrás de todo lo que se mueve, histérico, para en seco, hunde sus garras en el tronco del mango, reanudó la carrera. Vivir gato.

Parálisis mujer. Pospongo una vez más la escritura de la novela al día siguiente.

Debería copiar la Duras, esperar a que las palabras fluyan al extremo de mis dedos, permanecer suspendida al final de una frase, el miedo en la barriga.
Yo debería fumar unas Gauloises* y poner una copa de vino a mi lado.
Si eso no es suficiente, después del gato y las Gauloises, debería comprar una lámpara de escritorio con una pantalla de terciopelo verde, estanterías llenos de libros, y chales que depositaría en las sillas. Debería aprender a preparar el arroz pegajoso.
Debería, debería, debería retorcer el cuello a mis "yo debería".

..........................................................................................................................

Hoy, mi madre ha muerto una vez más.
En mis pesadillas.
Y una vez más, soy responsable de vaciar su apartamento como uno vacía las tripas de un pollo. Abrir los cajones, los armarios. Saquearlo todo. Limpiarlo todo. Y siempre el mismo pánico frente a la montaña de trabajo que eso representa. Una voz me advierte: ¡Atención! Durante meses, los animales estuvieron solos, tiene que ser un desastre.

Yo camino a través del laberinto de los carros parqueados en el estacionamiento. Interminable. Giro en una dirección y luego en otra, me devuelvo sobre mis pasos.
He perdido el camino que conduce a la casa de mi infancia.

Es raro, convirtieron a los garajes en casas móviles. La gente realmente tienen ideas idiotas: ¿pero quién viene a pasar vacaciones en el patio de un edificio al lado de la estación de tren? E instalaron hasta bellos aparadores con manteles y chucherías de yeso. Es probable que haya que quitarse los zapatos para entrar. A través de las ventanas, los veo sentados comiendo la sopa. ¿Cuáles son estos seres tan apretados?

Por fin encuentro la entrada del edificio. Me acerco al ascensor. ¡Hijueputa, infierno de mierda! Se me había olvidado, llegué acompañada. Mi novio es un lastre. No avanza. Se quedó, la nariz en el aire, en medio de la calle. Lo recupero y lo halo por la manga. Me va a tocar encargarme de todo. Es un impotente. ¡Mierda! No puedo hacer mi vida con un tipo así. Mi madre no estará orgullosa de mí si no estoy orgulloso de él. Pero primero, ¿quién es este hombre?

Un extranjero.
« Perder a su marido, no es lo más grave, un marido es un extranjero para uno…pero perder a su hijo…” Otra cantinela de mi abuela.

Luego el ascensor acaba por abrirse. Llueve por dentro. Una especie de manguera de ducha está instalada en el techo. Hago hipótesis. Es una máquina para detectar a las personas enfermas. El malestar empeora. Nos montamos los dos, nos apretamos en un pequeño rincón para no empaparnos. Olores de hospital invaden la situación. Yo llevo todo el peso del mundo sobre mis hombros. La intuición del desastre inminente sube lentamente de los dedos de mis pies a los lóbulos de mis orejas. ¿Quién me puede ayudar? Estoy sola. El hombre a mi lado es una apariencia de hombre. En el ascensor, busco los botones. No hay. Ningún botón entonces ningún destino posible. Las puertas no se abrirán nunca más. La claustrofobia me hace ver borroso.
…………………………………………………………………………………………

Ella vuelve a leer, afligida. Pasa del yo al ella, del ella al yo sin ni siquiera darse cuenta. Ella no es capaz de escribir otra cosa que sus carencias, debilidades, fracasos y crisis intestinales. Ella se martiriza moviendo y moviendo el cuchillo en la herida para hacer una rica morcilla.

¿Qué hacer con toda esta vida, qué hacer de todos estos recuerdos machacados, qué hacer de todos estos objetos acumulados? ¿Qué hacer de todas estas palabras tecleadas, todas estas frases que nunca saldrán de ese disco duro? Pero ¿de qué sirve escribirlas, de qué sirve conservarlas en esa memoria seca? Encerradas en esta caja, permanecen inertes. No alcanzan a nadie. No tienen ningún destinatario.

Su vida se reduce a: unas pinturas a granel, unos espectáculos apenas vistos y ya desaparecidos, un cementerio de álbumes de fotos con la fecha escrita en la portada, un guión sin rodaje, un psicoanálisis que no tiene fin, textos silenciosos ...
Para quién ? ¿Para qué?
Todo el potencial de la vida por delante se despliega como una alfombra a sus pies y ella no puede sino constatar el desastre: ella no es buena para nada. Su corazón late sólo para perpetuar esta insatisfacción ilimitada. El cansancio de ser uno mismo se instala cada día más.

¡Dios mío! ¡Socorro! ¡Aire! ¡Salgamos rápido de este ascensor-ducha-hospital!

.................................................................................................................................

Julio de 1934. Mi tío Dédé había muerto de tétanos. Nueve años. Rasguño de niño que escalada un muro bajo para ver los fuegos artificiales. Mis abuelos habían decidido suicidarse. Encender la estufa de carbón. Conciliar el sueño para siempre con su hija-mi madre-cinco años.
La ejecución no se había puesto en marcha. Habían querido dejar flores en la tumba del pequeño una última vez.
Mi madre había golpeado la lápida con sus manitas:
“¡A mí, no me gustaría estar ahí abajo!”
Volvieron del cementerio, habían vuelto a cargar la estufa de carbón. Para preparar el pot-au-feu*.
La vida había seguido su curso. O casi.
Mi madre se había convertido en la mayor, el hijo de reemplazo, la que se sube a los árboles y va a nadar en el río en pleno invierno.
En la familia, los pequeños varones tenían un lugar un poco especial. Ellos hacían lo que querían, les perdonabamos todo, entonces, crecían en todas las direcciones, no aprendían a protegerse a sí mismos, morían joven, el bucle estaba cerrado.
..........................................................................................................

Ahora, estoy parada en la plataforma de los diez metros. Tiemblo en mi vestido de baño de una sola pieza. ¿Me lanzo o no me lanzo?  Abajo, la piscina está casi vacía. Se ve las paredes a la vertical cubiertas de mosaicos repugnantes. Hay espuma, goteos y agua estancada.
Verde y azul.
Es muy incómodo tener los dedos de los pies en el borde del trampolín. Entonces, voy a saltar.
Una vez abajo, me moveré con todas mis fuerzas, pequeña rana sin aletas.

¿Por qué?
Para ofrecer mi vida a los que ya ni creen. Para añadir mi toque personal al cuadro. Un poco de rojo en el fondo de la piscina.

………………………………………………………………………………………...



* Cigarrillos de tabaco negro.
* Le pot-au-feu, literalmente “el tarro-al-fuego” es una receta popular típica.


Versión 1, 4 de diciembre de 2011.
Blog Versión 1, 23 de agosto de 2012.
Versión 2, 12 de febrero de 2016.

 

domingo, 14 de febrero de 2016

À quoi bon écrire? 2.v2.

ou Tout raconter sans savoir comment.



Changement de décor. Premières heures du jour à la campagne. Je suis assise dans mon lit, le dos bien enfoncé dans les oreillers de plumes, les jambes pliées à angle droit, l’ordinateur sur les cuisses. Le chat ne joue plus avec la petite flèche. Dehors, c’est la Colombie qui parle.
Des sauterelles, des cafards, des grillons, des oiseaux, des serpents.
Il court derrière tout ce qui bouge, hystérique, s’arrête net, enfonce ses griffes dans le tronc du manguier, reprend la course. Vivre chat.

Paralysie femme. Je remets une fois de plus l’écriture du roman au lendemain.

 
Je devrais copier la Duras, attendre que les mots filent au bout de mes doigts, rester suspendue à la fin d’une phrase, la peur au ventre.
Je devrais cloper des Gauloises et poser un verre de vin à côté de moi.
Si ce n’est pas suffisant, après le chat et les Gauloises, je devrais acheter une lampe de bureau avec un abat-jour en velours vert, des étagères remplies de livres, et des châles que je déposerais sur les fauteuils. Je devrais apprendre à préparer le riz gluant.

Je devrais, je devrais, je devrais tordre le cou à mes « je devrais ».

 ..........................................................................................................................
 

Aujourd’hui, ma mère est encore morte, une fois de plus.
Dans mes cauchemars.

Et une fois de plus, je suis chargée de vider son appartement comme on vide un poulet de ses tripes. Ouvrir les tiroirs, les armoires. Tout mettre à sac. Tout nettoyer. Et toujours la même panique face à la montagne de travail que cela représente. Une voix me prévient : Attention! Cela fait des mois que les animaux sont seuls, ce doit être un désastre.

Je marche dans le dédale des voitures garées sur le parking. Interminable. Je tourne dans un sens puis dans un autre, reviens sur mes pas.
J’ai perdu le chemin qui mène à la maison de mon enfance.

 C’est bizarre, ils ont transformé les garages en mobil home. Les gens ont vraiment des idées à la con : mais qui vient passer des vacances dans la cour d’un immeuble à côté de la gare? Et ils ont même installé de beaux vaisseliers avec des napperons et des bibelots en plâtre. Il faut probablement entrer avec les patins. À travers les baies vitrées, on les voit, attablés, en train de manger leur soupe. Qui sont ces êtres vivants si étriqués?

Je trouve enfin l’entrée du bâtiment. Je m’approche de l’ascenseur. Putain, bordel! J’avais oublié, je suis venue accompagnée. Mon fiancé est un boulet. Il n’avance pas. Il est resté là, le nez en l’air, au milieu de la rue. Je le récupère et le tire par la manche. Je vais devoir me charger de tout. C’est un impotent. Merde! Je ne peux pas faire ma vie avec un type pareil. Ma mère ne sera pas fière de moi si je ne suis pas fière de lui. Mais, d’abord, qui est cet homme?

Un étranger.

« Perdre son mari, ce n’est pas le plus grave, un mari c’est un étranger pour soi…mais perdre un enfant… » Encore une ritournelle de ma grand-mère. 

Et puis l’ascenseur finit par s’ouvrir. Il pleut à l’intérieur. Une sorte de pommeau de douche est installée au plafond. Je fais des hypothèses. C’est une machine pour détecter les gens malades. Le malaise empire. On monte tous les deux, on se sert dans un petit coin pour ne pas se faire tremper. Des odeurs d’hôpital envahissent la situation. Je porte tout le poids du monde sur les épaules. L’intuition de la catastrophe imminente grimpe lentement de mes doigts de pieds jusqu’au lobes de mes oreilles. Qui peut m’aider? Je suis seule. Cet homme à mes côtés est un semblant d’homme. Dans l’ascenseur, je cherche les boutons. Il n’y en a pas. Aucun bouton donc aucune destination possible. Les portes ne s’ouvriront plus jamais. La claustrophobie me fait voir trouble.

…………………………………………………………………………………………

Elle se relit, affligée. Elle passe du je au elle, du elle au je, sans même sans rendre compte. Elle n’est pas capable d’écrire autre chose que ses manques, ses faiblesses, ses ratés et ses crises intestinales. Elle se martyrise en remuant et remuant le couteau dans la plaie pour faire du joli boudin.

Que faire de toute cette vie, que faire de tous ces souvenirs ressassés, que faire de tous ces objets accumulés? Que faire de tous ces mots frappés sur un clavier, toutes ces phrases qui ne sortiront jamais de ce disque dur. À quoi bon les écrire, à quoi bon les conserver dans cette mémoire sèche? Enfermés dans cette boîte, ils restent inertes. Ils n’atteignent personne. Ils n’ont aucun destinataire.

Sa vie se résume à : quelques peintures en vrac, des spectacles à peine vus et déjà disparus, un cimetière d’albums-photos avec la date écrit sur la couverture, un scénario sans tournage, une psychanalyse qui n’a pas de fin, des textes silencieux…

Pour qui? Pour quoi?

Tout le potentiel de la vie devant soi se déroule comme un tapis à ses pieds et elle ne peut que constater le désastre : elle n’est bonne à rien. Son cœur ne bat que pour faire perdurer cette insatisfaction illimitée. La fatigue d’être soi s’installe chaque jour davantage.

Mon Dieu! Au secours! De l’air! Sortons vite de cet ascenseur-douche-hôpital!

.................................................................................................................................

Juillet 1934. Mon oncle Dédé était mort du tétanos. Neuf ans. Égratignure d’enfant qui escalade un muret pour voir le feu d’artifice. Mes grands-parents avaient décidé de se suicider. Allumer le poêle à charbon. S’endormir à tout jamais avec leur petite fille-ma mère- cinq ans.

La mise à exécution n’avait pas eu lieu. Ils avaient voulu fleurir la tombe du petit une dernière fois.
Ma mère avait frappé la stèle de ses petites menottes :
«  Et ben moi j’aimerais pas être là-dessous! »
Ils étaient rentrés du cimetière, avaient rechargé le poêle à charbon. Pour préparer le pot-au-feu.
La vie avait suivi son cours. Ou presque.
Ma mère était devenue l’ainée, le fils de remplacement, celle qui grimpe aux arbres et va nager dans la rivière en plein hiver.

Dans la famille, les petits garçons avaient une place un peu particulière. Ils faisaient ce qu’ils voulaient, on leur pardonnait tout, alors ils grandissaient en tous sens, n’apprenaient pas à se protéger, mouraient jeunes, la boucle était bouclée.

……………………………………………………………………………………

Maintenant, je suis debout sur la plate-forme du dix mètres. Je grelotte dans mon maillot de bain une pièce. Je me lance ou je ne me lance pas? En bas, la piscine est presque vide. On voit les murs à la verticale couverts de mosaïques dégueulasses. Il y a de la mousse, des dégoulinures et de l’eau croupie.
Verte et bleue.
C’est très inconfortable d’avoir les doigts de pieds au bord du plongeoir. Alors je vais sauter.

Arrivée en bas, je gigoterai de toutes mes forces, petite grenouille sans palmes.

Pourquoi?
Pour offrir ma vie à ceux qui n’y croit plus. Pour ajouter ma touche personnelle au tableau. Un peu de rouge au fond de la piscine.
………………………………………………………………………………………...

Version 1, 4 décembre 2011.
Version blog 1, 23 août 2012.
Version 2, 12 février 2016.

sábado, 13 de febrero de 2016

À l’enfant.




Il s’en passera du temps
Avant que tu le saches.

L’eau coulera dans les ruisseaux,
Mes larmes aussi.
L’hiver et l’été continueront leur ronde,
Et tu ne seras pas de la fête.
Pour t’endormir,
La nuit se fera calme,
Délicatesse perdue.

Il s’en passera du temps
Avant que je te le dise.
Enfant qui ne paraîtra pas.

Le soleil fera la course
Sans jamais connaître ton ombre.


 
Version 1, 1999.
Version 2, 12 février 2016.
 

Al niño.


 
Va a pasar mucho tiempo
Antes de que tú lo sepas.
El agua fluirá en los arroyos,
Mis lágrimas también.
Invierno y verano continuarán su ronda,
Y tú no estarás de la fiesta.
Para dormirte,
La noche se tranquilizará,
Delicadeza perdida.
Va a pasar mucho tiempo
Antes de que yo te lo diga.
Niño que no aparecerá.

El sol echará carrera
Sin nunca conocer tu sombra.

 
Versión 1, 1999.
Versión 2, 12 de febrero de 2016.

 

jueves, 11 de febrero de 2016

Pero ¿de qué sirve escribir? 1.

o Contarlo todo sin saber cómo.



Veinte años.
¿Por qué esperar otros veinte años?
¿Otros veinte años antes de escribir su primer libro?
¿Por qué posponer las cosas?
Pequeña-Verga había pronunciado esas palabras cuando yo estaba todavía tumbada sobre el diván o cuando yo estaba de pie y le entregaba el dinero de la consulta. O él no había dicho nada. O yo era quien lo había dicho, o yo lo había pensado.

Siempre era difícil saber cómo el pensamiento se había formado. ¿Había surgido en la cabeza de Pequeña-Verga o en la mía? ¿En qué idioma se había formulado? ¿En procedencia de qué recuerdos? ¿Durante esa sesión, o la semana pasada cuando presionaba el botón del ascensor?

Un día, mientras salía de su consultorio*, y que él me acompañaba en el corredor, justamente la puerta del baño* estaba abierta y yo tuve una visión al pasar. Él se quedaba allí, de pie, orinando con su pequeño pipi entre los dedos. Así que a partir de ese día, lo había apodado Pequeña-Verga.

Estaba de vuelta a casa bajo la lluvia. Medio dormida en el bus. Acurrucada en mis sueños. Un clima terrible especial melancolía.

…Así que, no debía esperar más.

¿Pero había que seguir escribiendo en mis viejos cuadernos? ... No. No se desentierra las páginas amarillentas que están escondidas en un cajón. ¿Entonces iba a abrir un nuevo cuaderno? Páginas blancas que huelen a nuevo... No. Sería un cuaderno más que terminaría a la sombra en un armario...
¿Y si escribiera en un mundo desmaterializado, en la pantalla luminosa del computador, aparenta siglo 21? Sí. Un nuevo espacio. Una nueva voz.

Entonces muy mal instalada, empiezo a escribir. No vale un pedo de cuco. Poco importa. El gato ronronea en el sofá a mi lado. Aparenta ambiente de escritor, el gato. Está bien. Juega con el cable eléctrico del computador. Me perturba. Encuentro excusas a mi texto malo.
Nada que decir, nada que escribir. Me desespero, preparo y preparo litros de té, luego me repongo: " Orinamos, lo que sea, pero orinamos. No es el momento de criticar."
Me gustaría volver a encontrar ese éxtasis. Estas burbujas que emergían sin conocer su origen ni su razón. Aparecían de un momento a otro. Me instalaba y las palabras llegaban.


Busco ahora en mí un otro yo que escribiera en mi lugar y que yo pudiera leer y volver a leer.
................................................................................................................................

¿De qué sirve? Pero ¡de qué sirve escribir si nada dura!

..................................................................................................................................

¿De qué sirve decirle? habían pensado. No es interesante.

Su padre había muerto. ¿Por qué decirle? Una noticia banal, en definitiva. El gato murió, el vecino murió, un cantante murió, eso sí, es interesante. Difunden la noticia.

Pero su padre murió... Habían decidido que no le interesaría. Ni hermanas, ni hermanos, ni madre abrieron la boca.
La fecha y el lugar de la ceremonia fueron enterrados en la intimidad de la familia.

Había nacido sin ese padre, eso es todo... o más bien queríamos creer que el Espíritu Santo había preñado la madre, o había sido el plomero, o ambos a la vez.

En la hermandad había en primer lugar ellos, y primero ellos y luego yo. Yo, una especie de mezcla de todos los hermanos y hermanas. Yo era su criatura, su invención, una quimera, un Frankenstein que habían hecho remendando con pequeños pedazos de ellos mismos. El padre había sido eliminado de esta creación. Considerado no apto. Pura y sencillamente.

El clan, el mentón siempre muy arriba, esperaba mucho de ella: "Ella tiene una mirada negra. No va a ser alguien con quien tomarse confianza. ¡Nadie le va a meter el dedo en la boca, ya verás!" Palabras  que lanzaron sobre mi cuna.

Entonces cuando me preguntaban: “¿qué hace tu papa?”, había aprendido a contestar “No tengo” con un fruncimiento de cejas que no da ganas de cuestionar más.

Sin embargo, años más tarde, en los pasillos con piedritas que crujen, yo había buscado la tumba del padre, bajo el sol picante de agosto, un papel anotado a mano por el empleado del cementerio.
Cuadrado B, pasillo 27, tumba 12.

Sólo pocos metros, unos pocos metros más, unos pocos metros por fin. Nunca había estado tan cerca del Patriarca.

Delante de la lápida, le había dicho hola y hasta luego. Yo estaba orgullosa de anunciarle que iba a pasar del otro lado del Atlántico, atravesar la madre*, vivir en otra parte. Viajar. Sin él y para él, iba a hacer todo ese camino.
"Tú no me conoces. Yo valgo cien y cero también. "

Mi corazón, patas arriba, hacía saltos en todos los sentidos en mi caja torácica. Nunca había estado tan cerca.

Dejé algo en la tumba, una flor, una palabra, unas palabras, nada, no me acuerdo.
..................................................................................................................................

En el bus que avanzaba a paso lento en la Trece, había abierto un ojo de vez en cuando para mirar las paredes con carteles rasgados, los peatones que se cruzaban dándose golpes de sombrilla, los semáforos que cambiaban de color.
En el bus, había soñado con una novela que se escribiera sola, que yo pudiera leer y volver a leer.


Del otro lado del mar, fumo unos Belmont sentada al lado de mi gato. Escribo, el computador sobre las rodillas. El gato, intrigado, abre unos ojos de búho e intenta atrapar la flechita que se desplaza sobre la pantalla.

¿El agua que chorrea sobre los vidrios de mi apartamento será la misma agua que chorrea sobre el mármol de una tumba pasillo 27 cuadrado B? ¿Esas moléculas serán iguales de un lado y del otro del mar?



El gato me rasguña ahora un poco las manos. La novela no se escribe. Las alarmas de los carros se disparan. Lo real está aquí, con carne en sus huesos.
.................................................................................................................................

La chica -mi madre- tenía veinte años. Su menstruación no había llegado ese mes. Ella no se había dado cuenta. La madre-mi  abuela- había detectado el retraso fácilmente ya que iban a lavar la ropa juntas en el lavadero.


"¡Mi hija, yo quiero ver a esa persona con quien sales! ¡Estamos en problemas! "
Convocación inmediata.
« ¡Joven! ¡O usted le pida la mano, o usted desaparezca hasta la eternidad! "

No se había ido, al menos no todavía.
Ella se había casada vestida de rosado. En las fotos en blanco y negro que enviaron a la familia, nadie pudo notar la desgracia.


Veintitrés años debían transcurrir antes de que se convirtiera en mi padre, el hombre que, en mi lugar, habían decretado sin interés.
Incluso añadían: "Tú tienes suerte, no lo conociste. Lo expulsamos, lo hicimos para ti. "

Gracias. Gracias infinitas.

A menudo escuchaba también: «Hija mía, ese día, hubiera sido mejor romperte una pierna en vez de conocer a este hombre. Una fractura se cura más rápido! "Cantinela  inventada más tarde por la abuela cuando llovió golpes y heridas sobre toda la familia.


………………………………………………………………………………….......…


A veces, la mujer cansada-mi madre- estaba lavando los platos y un gato vomitaba detrás de la estufa. Se oía como un ruido de lavaplatos mal destapado. La niña -yo- hubiera gustado tener una casa normal, igual a la casa de los demás, donde ella no hubiera tenido necesidad de empujar los platos, las latas de cerveza, los ceniceros para colocar su cuaderno de tareas.


…………………………………………………………………………………....………

Las alarmas se callaron, pero lo real no ha desaparecido. El gato se durmió. Todo es absurdo.

¿Cómo salvarse*? Ninguna redención, ninguna salida. ¿Creer en Dios, o escribir? Extraño a Dios y no puedo obligarme a creer.


Escribir un vómito de gato, ¿no sería un esfuerzo inútil?


El alboroto de las alarmas reanuda. El real y el hambre me caen encima. Debo confesármelo: estoy abandonada, y de Dios y de la escritura.


…………………………………………………………………………………...........


 
Versión 1, 1ero de diciembre de 2011.
Version2, 3 de febrero de 2016.

*la palabra cabinet en francés se puede usar para un consultorio o para el baño.

*la palabra madre en francés suena como la palabra mar.

*la palabra se sauver en francés se puede usar para obtener el saludo eterno o para escaparse.

À quoi bon écrire ?.1.v2.

ou Tout raconter sans savoir comment.



Vingt ans.
Pourquoi attendre encore vingt ans ?
Encore vingt ans avant d’écrire votre premier livre ?
Pourquoi remettre à plus tard ?

Petite-Bite avait prononcé ses paroles quand j’étais encore étendue sur le divan ou bien lorsque j’étais debout et que je lui tendais l’argent de la consultation. Ou bien il n’avait rien dit. Ou bien c’était moi qui l’avais dit, ou bien je l’avais pensé.

C’était toujours difficile de savoir comment la pensée s’était formée. Avait-elle surgie dans la tête de Petite-Bite ou dans la mienne ? Dans quelle langue avait-elle été formulée ? En provenance de quels souvenirs ? Pendant cette séance ou bien la semaine dernière lorsque j’appuyais sur le bouton de l’ascenseur ?

Un jour que je sortais de son cabinet et qu’il m’accompagnait dans le couloir, justement la porte des cabinets était ouverte et j’avais eu une vision en passant. Il se tenait là, debout, en train d’uriner avec son petit zizi entre les doigts. Alors, depuis ce jour, je l’avais surnommé Petite-Bite.

J’étais rentrée chez moi sous la pluie. A moitié endormie dans le bus. Roulée en boule dans mes rêves. Un sale temps spécial mélancolie.

 …Donc, je ne devais plus attendre.

Mais fallait-il écrire à la suite dans mes vieux cahiers ?... Non. On ne déterre pas les pages jaunies qui sont enfouies dans un tiroir. Alors j’allais ouvrir un nouveau cahier ? Pages blanches qui sentent le neuf… Non. Ce serait un cahier de plus qui finirait à l’ombre dans un placard...

Et pourquoi ne pas écrire dans un monde dématérialisé, sur l’écran lumineux de l’ordinateur, ça fait 21ème siècle ? Oui. Un nouvel espace. Une nouvelle voix.

 Alors très mal installée, je commence à écrire. Ça ne vaut pas un pet de coucou. Peu importe. Le chat ronronne sur le sofa à côté de moi. Ça fait ambiance écrivain, le chat. C’est bien. Il joue avec le câble électrique de l’ordinateur. C’est perturbant. Je trouve des excuses à mon mauvais texte.

Rien à dire, rien à écrire. Je désespère, prépare et prépare des litres de thé, puis je me reprends : « Pissons, n’importe quoi mais pissons ! L’heure n’est pas à la critique. »

Je voudrais retrouver cette extase. Ces bulles qui émergeaient sans qu’on connaisse leur origine ni leur pourquoi. Elles apparaissaient d’un moment à l’autre. On s’installe et les mots arrivent.

Je cherche maintenant en moi un autre moi qui écrirait à ma place et que je pourrais lire et relire.

……………………………………………………………………………….................

 À quoi bon ? À quoi bon écrire puisque rien ne dure !

 …………………………………………………………………………....................

 À quoi bon lui dire ? avaient-ils pensé. Ce n’est pas intéressant.

Son père était mort. Pourquoi lui dire ? Une nouvelle banale, en somme. Le chat est mort, le voisin est mort, un chanteur est mort, ça c’est intéressant. On fait passer la nouvelle.

Mais son père est mort…On n’avait décidé que ça ne l’intéresserait pas. Ni sœurs, ni frères, ni mère n’avait ouvert la bouche. La date et le lieu de la cérémonie avaient été enterrés dans l’intimité de la famille.

J’étais née sans ce père, voilà tout… ou bien plutôt on voulait croire que la mère s’était fait engrosser par le saint esprit, ou par le plombier, ou les deux à la fois.

Dans la fratrie, il y avait d’abord eux et avant tout eux, et puis ensuite moi. Moi, une sorte de mélange de tous les frères et sœurs. J’étais leur créature, leur invention, une chimère, un Frankenstein qu’ils avaient fabriqué en rafistolant des petits morceaux d’eux-mêmes. Le père avait été évincé de cette création. Considéré inapte. Purement et simplement.

Le clan, le menton toujours très haut, attendait beaucoup d’elle : « Elle a un regard noir. Elle ne va pas être commode celle-ci. Elle ne va pas se laisser faire, vous allez voir ! » Paroles lancées sur mon berceau.

Alors quand on me demandait: « Il fait quoi ton papa ? », j’avais appris à répondre « J’en ai pas » avec un froncement de sourcils qui ne donne pas envie de questionner davantage.

Mais des années plus tard, dans les allées aux cailloux qui crissent, j’avais cherché la tombe du père, sous le soleil piquant du mois d’août, un papier annoté à la main par l’employé du cimetière.

Carré B, allée 27, tombe 12.

Encore quelques mètres, quelques mètres encore, quelques mètres enfin. Je n’avais jamais été aussi près du Patriarche.

Devant la stèle de marbre, je lui avais dit bonjour et au revoir. J'étais fière de lui annoncer que j’allais passer de l’autre côté de l’Atlantique, traverser la mère, vivre ailleurs. Voyager. Sans lui et pour lui, j’allais faire tout ce chemin.

« Tu ne me connais pas. Je vaux cent et zéro aussi. »

Mon cœur chamboulé faisait des sauts, à droite et à gauche, en haut et en bas, dans ma cage thoracique. Je n’avais jamais été aussi près.

J’ai laissé quelque chose sur la tombe, une fleur, un mot, des mots, rien, je ne me souviens plus.

………………………………………………………………………..................……

Dans le bus qui avançait au pas sur la Treize, j’avais ouvert un œil de temps en temps pour regarder les murs aux affiches arrachées, les piétons qui se croisaient en se donnant des coups de parapluie, les feux qui changeaient de couleurs.

Dans le bus, j’avais rêvé d’un roman qui s’écrirait tout seul, que je pourrais lire et relire.

De l’autre côté de la mer, je fume des Belmont assise à côté de mon chat. J’écris, l’ordinateur sur les genoux. Le chat, intrigué, ouvre des yeux de chouette et essaie d’attraper la petite flèche qui se déplace sur l’écran.

L’eau qui ruisselle sur les vitres de mon appartement est-elle la même que celle qui ruisselle sur le marbre d’une tombe allée 27 carré B ? Ces molécules sont-elles identiques d’un côté et de l’autre de la mer ?

Le chat me griffe maintenant un peu les mains. Le roman ne s’écrit pas. Les alarmes des voitures se déclenchent. Le réel est là, bien en chair.

………………………………………………………………………….................……

La jeune fille -ma mère- avait vingt ans. Ses règles n’étaient pas arrivées ce mois-là. Elle ne s’en était pas rendu compte. La mère -ma grand-mère- avait détecté le retard facilement puisqu’elles allaient ensemble faire la lessive au lavoir.

 « Ma fille, je veux voir la personne que tu fréquentes! On est dans de beaux draps ! »

Convocation immédiate.

 « Jeune homme ! Ou bien vous la mariez, ou bien vous disparaissez à tout jamais ! »

Il n’était pas parti, enfin pas encore.

Elle s’était mariée en rose. Sur les photos en noir et blanc envoyées à la famille, personne n’avait pu remarquer la disgrâce.

Vingt-trois ans allaient s’écouler avant qu’il ne devienne mon père,  cet homme qu’ils avaient décrété à ma place inintéressant.

On ajoutait même: «  Tu as de la chance toi, tu ne l’as pas connu. On l’a chassé, on l’a fait pour toi. »

Merci. Infiniment merci.

J’entendais souvent aussi : « Ma fille, ce jour-là, il aurait mieux valu que tu te casses une jambe plutôt que tu rencontres cet homme. On guérit plus vite d’une fracture ! » Ritournelle inventée plus tard par la grand-mère lorsqu’il avait plu des coups et des blessures sur la famille entière.

………………………………………………………………………...........…………

Parfois, la femme fatiguée-ma mère-faisait la vaisselle et un chat dégueulait derrière le radiateur. On aurait cru un bruit d’évier mal débouché. La petite fille -moi- aurait bien aimé avoir une maison normale, comme chez les autres, où elle n’aurait pas eu besoin de pousser les assiettes, les cannettes de bière, les cendriers  pour poser son cahier de devoirs.

……………………………………………………………................……………

 Les alarmes se sont tues mais le réel n’a pas disparu. Le chat s’est endormi. Tout est absurde.

Comment se sauver ? Aucune rédemption, aucune porte de sortie. Croire en Dieu, ou bien écrire ? Dieu me manque et je ne peux pas m’obliger à croire.

Écrire du dégueulis de chat, ne serait-ce pas là une peine inutile ?

Le vacarme des alarmes reprend. Le réel et la faim s’abattent sur moi. Je dois me l’avouer : je suis abandonnée, et de Dieu et de l’écriture.

………………………………………………………………….....…………………

 

Version 1, 1er décembre 2011.
Version 2, 3 février 2016.