De mañana, mientras que Cenizo aún dormía, Flama recogía
con un frasco y un embudo los jugos, savias
y leches eyaculados por su propio cuerpo. Luego vertía estos extractos blanquecinos
en un cuenco grande y por un giro de espíritu, cuyo secreto solo ella poseía, les
hacía coagular y tomar la forma de un pequeño cerebelo.
En su jardín ella cultivaba una leguminosa particularmente virtuosa a la intención de su tierno compañero. Y en la víspera, dejaba en remojo dos o tres puñados de semillas para que fueran más digeribles. Así que, a la hora de comer, perfumado, peinado, la barba recortada, Cenizo siempre encontraba en la mesa un plato de habas doradas y una gran copa llena de agua cristalina de manantial en la que flotaba un cuajo de crema .
Cada sorbo, cada bocado, semana tras
semana refinaba aún más su transformación. Un Rey iba a ver
la luz.En su jardín ella cultivaba una leguminosa particularmente virtuosa a la intención de su tierno compañero. Y en la víspera, dejaba en remojo dos o tres puñados de semillas para que fueran más digeribles. Así que, a la hora de comer, perfumado, peinado, la barba recortada, Cenizo siempre encontraba en la mesa un plato de habas doradas y una gran copa llena de agua cristalina de manantial en la que flotaba un cuajo de crema .
Antaño, Flama y Cenizo habían combatido, cada uno por su lado y en dos continentes diferentes, a un enemigo común, el Traidorlobo, él que se come a los niños, una vez por arriba y otra vez por abajo. Bajo las uñas y en los pétalos de sus iris, ellos todavía conservaban las huellas de las luchas pasadas, la sangre seca de los monstruos, por supuesto, pero también la inminencia del peligro, la seriedad del compromiso, el silencio antes de la toma de riesgos.
En aquellos tiempos no se conocían y no había ninguna certeza de que el encuentro tuviera lugar en esta vida. De hecho, se les creía muertos y ellos mismos se habían dado por perdidos. Pero sus sentidos afilados y siempre en alerta percibían la existencia de su gemelo, más allá de los bosques, más allá de las cadenas montañosas, más allá de los océanos.
Algunos podrían pensar que se trata de la leyenda de las dos mitades de la
manzana aisladas que soñaban pegarse. Es una idea que habría hecho escalofriar de
pavor a nuestros dos personajes. Unirse para pudrirse juntos y finalmente
concluir que dos medios equivalen a uno. ¡Jamás!
Flama era Una, Cenizo era Uno. Piezas únicas, eran los arcos ojivales de una
catedral en construcción. Si se fueran a cruzar, sus centros formarían la clave de bóveda del edificio carnal y esta rosa-cruz soportaría todo
el peso de las piedras.
En fin, en el laberinto de los poemas y de las coincidencias, estos seres
andróginos se habían encontrado una tarde de junio. Ellos se reconocieron de
inmediato debido a que cada uno llevaba
el sello de su Señor y Maestro: el gran Astro los irradiaba. Los días de
Gran Día, caminaban muy derecho, con la cabeza envuelta de colores
iridiscentes. Todos se acercaban y querían recibir un poco de esa energía que
emanaba de sus cuerpos. Ellos iluminaban a los alrededores.
Ella, para servirle humildemente un tesoro
inagotable de dulzura, de lucidez y de coraje, le dice solo la verdad dictada
instintivamente por su corazón.
Él, para darle las gracias, hacía estallar el
candado de la condena que a veces ponía sobre la puerta de las posibilidades y,
muy galantemente, la invitaba a pasar de primero.
Todo parecía funcionar de maravilla. Los enlaces
eran indestructibles, los sentimientos infalibles, la protección máxima.
¿Será que estos dos mortales habían logrado la apoteosis de esta conquista del éter?
Para ganar su título, la perfección debía ser
cuestionada. Del mismo modo, el equilibrio debía ser precario.¿Será que estos dos mortales habían logrado la apoteosis de esta conquista del éter?
Cenizo, más joven, más frágil, se hundía a
intervalos regulares en la melancolía patética. Refluía, como en una
alcantarilla después de una tormenta de verano, demasiado esperada pero
demasiado violenta, las aguas salobres de lasitud de vivir. Ellas cargaban en
su superficie las inmundicias recuperadas, aquí y allá, a lo largo de experiencias
en las que él se había extraviado.
Esta unión caminaba a ciegas en territorios
desconocidos y aún no había trayectoria definida. Flama se resignaba, silenciaba
sus extravagancias sensuales y permanecía como mármol. El aceptar su propia
insatisfacción le terminaba pidiendo un esfuerzo infinito y la volvía ciega y sorda
al mundo que la rodeaba.
Así que el cielo de ellos trocaba, a veces bruscamente, su maquillaje azul
celeste por el carbón negro y empezaba a girar ojos gordos siniestros.
Una mañana mordaz de septiembre, Cenizo lanzó: “Tú no me necesitas, yo no te
necesito.”*
Para Flama, era una evidencia.
Sus respectivos años de soledad les habían enseñado a esgrimir la espada, a conducir la cuadriga, a desafiar la boca del león, a romper las cadenas. En resumen, sabían caminar solos y, hatillo al hombro, su valentía era el único bien que llevaban con ellos en los caminos polvorientos.
Sus respectivos años de soledad les habían enseñado a esgrimir la espada, a conducir la cuadriga, a desafiar la boca del león, a romper las cadenas. En resumen, sabían caminar solos y, hatillo al hombro, su valentía era el único bien que llevaban con ellos en los caminos polvorientos.
Entonces, ¿por qué Cenizo necesitaba recordarla? Porque en la noche la duda lo
derribaba. Solo había conocido las cuevas oscuras y pérfidas, los brazos que
estrangulan y las declaraciones engañosas. Así que, como se hace salir una
comadreja de su madriguera, él intentaba desenmascarar el vicio oculto, la
farsa, la perversión. En vano. Ella no comerciaba su amor. Ni terror ni
recompensas. Ella amaba sin chantaje. Cuando, por fin, reconocía su honestidad,
comenzaba a temblar ante la idea de perderla. El refugio que le ofrecía era tan
brutalmente cómodo que temía ser incapaz de prescindir de ella.
¿Irse o quedarse? Sólo él hesitaba y se desmoronaba. Ella lo dejaba ir y
venir a su antojo para que él mismo juzgara si tenía la capacidad de vivir sin
ella. Se alejaba de ella, se acercaba, medía y calculaba la relación entre
distancia e intensidad de sentimientos. Trazaba curvas y gráficos. Papel
milimetrado en mano y lápiz detrás de la oreja, se mareaba de cifras. Se
golpeaba contra las paredes de sus razonamientos sin fin. A fuerza de buscar
tres pies al gato, se le olvidaba su pregunta y se devolvía. Luego, frente a
sus contradicciones, se detenía de golpe. Tomaba consciencia de su indecisión y
apenas dos días después daba signos de
debilitamiento. Era necesario recurrir a un alimento más sustancial.
Flama preparaba una nueva mezcla. Masticaba durante largos minutos los
trozos de carne de un cadáver cubierto de larvas y moscas. Luego, regurgitaba en
largos chorros una saliva espesa en la boca abierta de su bienamado. El pequeño carroñero deglutía con
avidez. Cada vez que ella renovaba la operación, se enderezaba más, echaba los
hombros hacia atrás, sacaba el pecho. Su párpado lavaba un ojo que brillaba de
nuevo. Sus pómulos pasaban de amarillo cirrosis a rosado muñeco. En su piel, el
sudor vinagre se resorbía.
Ella se enorgullecía de hacerle tanto bien.
Los días transcurrían.Nota: Mis manos abrieron al azar la novela de Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico. Mis ojos se posaron en una línea y luego otra. Anoté los fragmentos de oraciones sucesivamente en un cuaderno. Me sirvieron de oráculo y de punto de partida para la redacción de este nuevo texto el 10 de enero de 2016. Aparecen en itálica.
Me enteré de la muerte de Michel Tournier el 18 de enero 2016 por la radio.
*En español en el texto francés.
Corrección de estilo: Sebastián Gómez Robles.
Versión original, 10 de enero de 2016.
Versión blog 1, 21 de enero de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario