jueves, 7 de abril de 2016

MMXVI. Bajo el signo del Sol.



De mañana, mientras que Cenizo aún dormía, Flama recogía con un frasco y un embudo los jugos, savias y leches eyaculados por su propio cuerpo. Luego vertía estos extractos blanquecinos en un cuenco grande y por un giro de espíritu, cuyo secreto solo ella poseía, les hacía coagular y tomar la forma de un pequeño cerebelo.
En su jardín ella cultivaba una leguminosa particularmente virtuosa a la intención de su tierno compañero. Y en la víspera, dejaba en remojo dos o tres puñados de semillas para que fueran más digeribles. Así que, a la hora de comer, perfumado, peinado, la barba recortada, Cenizo siempre encontraba en la mesa un plato de habas doradas y una gran copa llena de agua cristalina de manantial en la que flotaba un cuajo de crema .
Cada sorbo, cada bocado, semana tras semana  refinaba aún más su transformación. Un Rey iba a ver la luz.


Antaño, Flama y Cenizo habían combatido, cada uno por su lado y en dos continentes diferentes, a un enemigo común, el Traidorlobo, él que se come a los niños, una vez por arriba y otra vez por abajo. Bajo las uñas y en los pétalos de sus iris, ellos todavía conservaban las huellas de las luchas pasadas, la sangre seca de los monstruos, por supuesto, pero también la inminencia del peligro, la seriedad del compromiso, el silencio antes de la toma de riesgos.
En aquellos tiempos no se conocían y no había ninguna certeza de que el encuentro tuviera lugar en esta vida. De hecho, se les creía muertos y ellos mismos se habían dado por perdidos. Pero sus sentidos afilados y siempre en alerta percibían la existencia de su gemelo, más allá de los bosques, más allá de las cadenas montañosas, más allá de los océanos.

Algunos podrían pensar que se trata de la leyenda de las dos mitades de la manzana aisladas que soñaban pegarse. Es una idea que habría hecho escalofriar de pavor a nuestros dos personajes. Unirse para pudrirse juntos y finalmente concluir que dos medios equivalen a uno. ¡Jamás!

Flama era Una, Cenizo era Uno. Piezas únicas, eran los arcos ojivales de una catedral en construcción. Si se fueran a cruzar, sus centros formarían la clave de bóveda del edificio carnal y esta rosa-cruz soportaría todo el peso de las piedras.

En fin, en el laberinto de los poemas y de las coincidencias, estos seres andróginos se habían encontrado una tarde de junio. Ellos se reconocieron de inmediato debido a que cada uno llevaba el sello de su Señor y Maestro: el gran Astro los irradiaba. Los días de Gran Día, caminaban muy derecho, con la cabeza envuelta de colores iridiscentes. Todos se acercaban y querían recibir un poco de esa energía que emanaba de sus cuerpos. Ellos iluminaban a los alrededores.

Ella, para servirle humildemente un tesoro inagotable de dulzura, de lucidez y de coraje, le dice solo la verdad dictada instintivamente por su corazón.
Él, para darle las gracias, hacía estallar el candado de la condena que a veces ponía sobre la puerta de las posibilidades y, muy galantemente, la invitaba a pasar de primero.

Todo parecía funcionar de maravilla. Los enlaces eran indestructibles, los sentimientos infalibles, la protección máxima.
¿Será que estos dos mortales habían logrado la apoteosis de esta conquista del éter?
Para ganar su título, la perfección debía ser cuestionada. Del mismo modo, el equilibrio debía ser precario.

Cenizo, más joven, más frágil, se hundía a intervalos regulares en la melancolía patética. Refluía, como en una alcantarilla después de una tormenta de verano, demasiado esperada pero demasiado violenta, las aguas salobres de lasitud de vivir. Ellas cargaban en su superficie las inmundicias recuperadas, aquí y allá, a lo largo de experiencias en las que él se había extraviado.

Esta unión caminaba a ciegas en territorios desconocidos y aún no había trayectoria definida. Flama se resignaba, silenciaba sus extravagancias sensuales y permanecía como mármol. El aceptar su propia insatisfacción le terminaba pidiendo un esfuerzo infinito y la volvía ciega y sorda al mundo que la rodeaba.

Así que el cielo de ellos trocaba, a veces bruscamente, su maquillaje azul celeste por el carbón negro y empezaba a girar ojos gordos siniestros.

Una mañana mordaz de septiembre, Cenizo lanzó: “Tú no me necesitas, yo no te necesito.”*

Para Flama, era una evidencia.
Sus respectivos años de soledad les habían enseñado a esgrimir la espada, a conducir la cuadriga, a desafiar la boca del león, a romper las cadenas. En resumen, sabían caminar solos y, hatillo al hombro, su valentía era el único bien que llevaban con ellos en los caminos polvorientos.

Entonces, ¿por qué Cenizo necesitaba recordarla? Porque en la noche la duda lo derribaba. Solo había conocido las cuevas oscuras y pérfidas, los brazos que estrangulan y las declaraciones engañosas. Así que, como se hace salir una comadreja de su madriguera, él intentaba desenmascarar el vicio oculto, la farsa, la perversión. En vano. Ella no comerciaba su amor. Ni terror ni recompensas. Ella amaba sin chantaje. Cuando, por fin, reconocía su honestidad, comenzaba a temblar ante la idea de perderla. El refugio que le ofrecía era tan brutalmente cómodo que temía ser incapaz de prescindir de ella.

¿Irse o quedarse? Sólo él hesitaba y se desmoronaba. Ella lo dejaba ir y venir a su antojo para que él mismo juzgara si tenía la capacidad de vivir sin ella. Se alejaba de ella, se acercaba, medía y calculaba la relación entre distancia e intensidad de sentimientos. Trazaba curvas y gráficos. Papel milimetrado en mano y lápiz detrás de la oreja, se mareaba de cifras. Se golpeaba contra las paredes de sus razonamientos sin fin. A fuerza de buscar tres pies al gato, se le olvidaba su pregunta y se devolvía. Luego, frente a sus contradicciones, se detenía de golpe. Tomaba consciencia de su indecisión y apenas dos días después daba signos de debilitamiento. Era necesario recurrir a un alimento más sustancial.

Flama preparaba una nueva mezcla. Masticaba durante largos minutos los trozos de carne de un cadáver cubierto de larvas y moscas. Luego, regurgitaba en largos chorros una saliva espesa en la boca abierta de su bienamado. El pequeño carroñero deglutía con avidez. Cada vez que ella renovaba la operación, se enderezaba más, echaba los hombros hacia atrás, sacaba el pecho. Su párpado lavaba un ojo que brillaba de nuevo. Sus pómulos pasaban de amarillo cirrosis a rosado muñeco. En su piel, el sudor vinagre se resorbía.

Ella se enorgullecía de hacerle tanto bien.
Los días transcurrían.



Nota: Mis manos abrieron al azar la novela de Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico. Mis ojos se posaron en una línea y luego otra. Anoté los fragmentos de oraciones sucesivamente en un cuaderno. Me sirvieron de oráculo y de punto de partida para la redacción de este nuevo texto el 10 de enero de 2016. Aparecen en itálica.

Me enteré de la muerte de Michel Tournier el 18 de enero 2016 por la radio.


*En español en el texto francés.


Corrección de estilo: Sebastián Gómez Robles.

Versión original, 10 de enero de 2016.
Versión blog 1, 21 de enero de 2016.

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