martes, 29 de enero de 2013

Cositas de la infancia.2.

Cositas de la infancia.2.
 
 
 
Cuando era niña, me vertía mercurocromo por todo lado sobre las piernas. Me vía las piernas sangrientas y me gustaba. Me escondía debajo las sabanas y esperaba que me descubrieran. Escuchaba la voz de mi madre, de mi hermana a lo lejos de la sala. Tenía calor debajo las sábanas, sudaba. No venían, no se preocupaban por mí. Desencanto. Terminaba saliendo de mi escondite. Yo recibía un regaño. Cuesta muy caro el mercurocromo.

Cuando era niña, creía escuchar una pequeña bestia, un pequeño insecto. Un pequeño grillo en el fondo de mi almohada. Nadie lo escuchaba salvo yo. A veces, no lo oía y debía buscarlo en todos los rincones de la almohada. A veces yo pensaba que había emigrado hacia otra almohada. Me entraba el pánico un poco y después lo encontraba. Pensaba que él estaba aquí para mí, para ayudarme a dormir. Un día, me explicaron que era la sangre en mi oreja, mi propio pulso. Era muy decepcionante como explicación.

Lo oigo todavía a veces, me oigo vivir et me duermo, arrunchada por mi pequeña chicharra personal.

Cuando era niña, me gustaba jugar en el baño. Me imaginaba que el guante era un bolso de carbón. Y yo era una pobre sirvienta, una esclava, una Cosette. Mi papel preferido en igualdad con Cenicienta. Mi dueño me mandaba a buscar carbón. Me iba, bolso sobre la espalda, hacia paticas con mis dedos y caminaba sobre el borde del lavamanos. Llenaba de agua el guante y me devolvía a la casa de mi ogro, el porta-jabón, siempre caminando con mis deditos en el borde del lavamanos. Pero cuando llegaba, el agua-carbón había desaparecido del guante.
El torturador gritaba” ¿Dónde está el carbón? ¡Inútil! Me destripaba y debía volver…horas jugando sobre el borde del lavamanos….y la madre que lavaba la loza del otro lado de la pared gritaba, deja de desperdiciar el agua, cuesta mucho (y no tendré más plata para poner gasolina en el tanque de tu hermano) y yo jugaba y jugaba una y otra vez la misma escena hasta que me echaban del baño. Desilusionada.

Cuando era niña, había en la sala una tele de lámparas muy gorda. Nada que ver con las pantallas planas y esquinas cuadradas. Todo lo contrario. Un día una lámpara se fundió. Sin imágenes pero con sonido. Entonces mi mama prendía el televisor como uno prende la radio. Aprendí a mirar los dibujos animados frente a una pantalla negra. Durante años. En mi cabeza, había también el color.
Me instalaba sobre la alfombra raspada con mis tartines de camembert al horno. El camembert al horno es delicioso, pero pega detrás de los dientes de adelante. Entonces me acostaba, boca abajo, y veía desfilar en mi cabeza: Bip Bip y el Coyote, Pólux y Zebulón, Casimir y Hippolyte.
Un día me ofrecieron un rompe cabezas. Me dijeron ten, es Casimir. Y ahí, lo vi de verdad, naranja, sobre la tapa. Pensé que mi corazón iba a salir de mi pecho.

El mío no era así. El mío tenía orejas erguidas sobre la cabeza.

Un día, mi mamá encontró un Kiki en la calle. Era la moda de los Kikis y costaban mucho. Entonces me veo con un Kiki, colmada de felicidad. Mi mamá se afana para confeccionar una cuna para Kiki en una caja de zapatos, magnífica, cubierta con tela amarilla de patos. Y de tejer, todo lo necesario para Kiki. Salida de baño, vestido elegante, saco para esquiar. Zapatillas de piel. Y pantalón con huequito para dejar pasar la cola. Magnífico. Tenía prisa de que llegara el lunes para llevar todo eso a la escuela, mostrarlo a todas mis amigas.
Y la hora tan esperada del recreo llegó. Gran desembalaje de Kikis en el patio. Y todas las amigas se burlaban de mí. Es un chiveado tu Kiki. No. Sí. No. Sí. Mira, compara, vez, no es igual. Dolor.  Llegué a casa en llanto. Y mi madre me consolaba. Tu Kiki es el más hermoso del mundo porque no hay dos así. Además es diferente porque es una Kika. Estaba orgullosa. Tenía la repuesta.

Un día, mi Kikette y yo atravesamos el mar en avión. Lloré en el taxi a la llegada. ¿Qué hacemos aquí? Del otro lado del mar-madre.

Cuando era niña, vi la puerta abrirse y una bicicleta entrar, después mi madre cargada como  un burro. Paquetes por todo lado. Había atravesado la ciudad a pie con la bicicleta y los paquetes. No la habían dejado subir al bus. Mis ojos nunca fueron tan grandes. Llego al patio, me monto en la bicicleta y empezo a dar vueltas y vueltas.
Las amigas llegan.¿De dónde viene tu bici? De Carrefour. Ridículo. Risas. Los pedales son de jamón, y las manillas son de salchicha. Ridículo. Regreso a casa en llanto. Ahora me parecía fea mi bonita bicicleta azul. Deja de llorar. Tu bici es la más hermosa del mundo porque atravesé la ciudad a pie para traerlo. No viene de Carrefour, viene de lejos.

Y un día, apareció Picaillon, un oso aplastado como una galleta. Rojo. Encontrado en la calle. Mi mama lo lavó. No me gusta ver los juguetes de los niños perdidos en la alcantarilla. ¿A quién lo voy a regalar? lo quiero. Eres demasiado grande. Lo quiero. Pasaste la edad. Es verdad que ya tenía catorce años. Pero insistí. Duerme cada noche conmigo dentro de mi piyama sobre mi corazón. Recibe todas mis oraciones. Mudo y nunca decepcionante el Picaillon.

Diccionario:

Picaillon: substantivo masculino. Popular y familiar. Pieza de moneda. Sinónimo: plata. Tener Picaillon. No tener ni un Picaillon. No hay que mirar de cerca en la profesión dado que los Picaillones son escasos. (Maupassant, 1883) El abuelo había tenido la idea antes de irse de arruinarlos hasta el último Picaillon (Claudel, 1919).


Texto original en francés.

martes, 22 de enero de 2013

Petites choses de l’enfance.1.


Petites choses de l’enfance.1.

 




Quand j’étais petite, je croyais que les nuages bougeaient parce que la Terre tournait autour du soleil. Je pensais que c’était comme si nous étions montés sur un manège. On voit passer le paysage. Pour moi, les nuages étaient fixes et nous, nous tournions.

J’avais conscience d’être une enfant et que cet état était éphémère. Je regardais mes jambes qui ne touchaient pas le sol quand j’étais assise sur une chaise et je pensais : «  Un jour, mes jambes toucheront le sol, je serai adulte et plus rien ne sera comme avant. » J’essayais de profiter de mes jambes courtes. Parfois, aujourd’hui encore, je recherche ce paradis perdu et je m’assois sur un mur, un pont et je laisse balancer mes jambes, comme au bon vieux temps.

C’est pareil mais ce n’est pas pareil.

Il m’est arrivé la même chose avec la lecture. Je regardais les génériques à la fin des films. On aurait dit des hiéroglyphes et je pensais : « Un jour, je pourrai comprendre ces signes mais, ce jour-là, je perdrai la magie de ne pas les comprendre. Je perdrai mes hiéroglyphes chéris. La perte me causait toujours de la douleur. Je ne pouvais pas avoir tout à la fois. Parfois au cinéma, je ne me lève pas du fauteuil. Je garde un peu les yeux mi-clos et j’essaie de voir mes hiéroglyphes tant aimés.

C’est pareil mais ce n’est pas pareil.

Je me souviens que je mangeais des tartines de cancoillotte. Je m’en mettais partout, les doigts, la bouche, le menton. Tout mon corps collait et c’était pire quand ça séchait. Heureusement, ma mère, toujours très pratique, ne sortait jamais sans un gant humide dans un sac plastique. Elle le sortait et me lavait et j’aimais sentir que je retournais peu à peu à l’état antérieur. Fraîche, tranquille, un délice. Jusqu’à la prochaine tartine.

Je n’avais jamais vu la mer. C’était un grand rêve. Je m’asseyais au bord du lac près de chez moi. Avec mes mains, je faisais une sorte de boîte, de paire de jumelles et j’essayais de voir seulement un morceau du lac, en prenant soin d’enlever "la terre" sur les bords. C’était ma mer à moi.

J’ai toujours un peu de tendresse pour ce lac lorsque je le vois. Un peu comme lorsqu’on pense à son premier fiancé.

J’ai vu la mer pour la première fois à quatorze ans et je savais déjà qu’«un avant et un après » se profilait. Je suis restée pétrifiée. Je n’avais pas besoin de faire une boîte avec mes mains. Enfin, l’immensité était plantée là devant moi, orgueilleuse. C’était impressionnant.

Je ne savais pas encore qu’à dix-neuf ans, j’allais perdre mon frère en mer.

La nuit, je me couchais dans mon lit et je jouais avec mes pieds, j’étendais les jambes pour essayer de toucher le plafond. J’aimais regarder entre chaque doigt pour voir s’il y avait de la saleté. C’était comme un cadeau surprise. Je découvrais avec enthousiasme la petite boule noire, mon petit enfant à moi. Je les recherchais avec beaucoup d’espoir. C’était la guerre totale avec ma mère parce que je ne voulais pas me laver les pieds. Elle n’a jamais su la cause de cette rébellion.

J’observais aussi mes pieds et je savais que c’était des pieds de petite fille, et que bientôt ils se transformeraient. Je les admirais pour cela. Pour leur état fugace. Un jour de l’adolescence, je les ai regardés et je me suis rendu compte…j’avais des pieds de femme. Une autre étape commençait.

Quand j'étais petite, je pensais que la queue des chats était le slip des chats. Pour moi c'était logique : faute de morceau de tissu, les chats cachaient leur sexe avec leur queue.

Quand j’étais petite, il était impossible de marcher. Mes jambes couraient, toujours. Sautaient. Il était impossible de les contrôler. De la même façon, je me souviens que je me promettais à moi-même d’être sage et de faire tout ce que ma mère allait me dire. Je ne pouvais pas résister plus de vingt minutes. Je me décevais mais je sentais que je devais me soumettre à ma condition de petite fille. Ne pas obéir. Il m’arrive la même chose aujourd’hui, quand j’essaie de ne pas fumer, de ne pas boire, de ne pas me réveiller trop tard.

Je me souviens, qu’un jour, montée à cheval sur mon frère couché, je lui frottais mon mouchoir sur le torse. Il s’en est rendu compte : «C’est dégueulasse ! Tu me frotte tes crottes de nez sur le ventre. Et moi de lui répondre « Ce n'est pas grave. C’est de l’eau de nez. »

Quand j’étais petite, ma mère me disait avec fierté que j’étais son bâton de vieillesse….je ne comprenais pas très bien…maintenant, je pense que c’était parce que j’étais la sixième et la dernière de ses enfants…quand elle était en colère, elle me disait que j’étais son bâton de merde….je ne comprenais pas plus…et quand je faisais une bêtise, elle me criait « ouh chameau !!! » Je ne savais pas pourquoi les chameaux intervenaient dans l’histoire et je me demandais s'ils étaient aussi carne que moi.

Bien des années plus tard, j’étais devenue professeur, chargée d’une classe d’enfants de cinq ans. J’avais perdu ma mère six mois auparavant. J’étais en train d’aider les enfants à s’habiller. Je me suis agenouillée en face d’une petite fille. J’ai entré la chemise dans le pantalon, par devant, par derrière, j’ai fermé la fermeture éclair. J’ai fait un nœud avec l’écharpe autour du cou. Choc.

J’ai senti les mains de ma mère sur mon propre corps. Quand elle m’habillait. Quand j’étais debout sur la chaise jaune de la salle. Avant de sortir. Pour faire les courses au marché. Et moi, je faisais l’andouille en sautant sur la chaise jaune qui avait des ressorts. «Ah, mais, reste donc tranquille un peu ! » Mes mains sont les mêmes. Ridées, fortes, courtes. J’avais perdu ma mère six mois auparavant. Et mes mains étaient les siennes. Et je reproduisais au millimètre près ses gestes «habiller une petite fille ». Des gestes peut-être ancestraux, de ma mère, de ma grand-mère, de mon arrière-grand-mère…

 
Texte original en espagnol.
 

 

 

viernes, 18 de enero de 2013

Retour d'automne.



 

La ville est dans la grisaille. Elle a le cœur en pluie. Son mari est un déserteur. Sous les bombes, il a préféré s'enfuir comme un pleutre. Il court encore de son côté. Il l’a quittée sans la fixer dans les yeux.

Elle déjeune en regardant les miettes sur la table. Elle se rassure. Un coup d’éponge et tout sera net. Il faut tout organiser pense-t-elle. Il faut injecter du raisonnable dans la tourmente.

Elle fixe le placard de la cuisine et écoute une musique poisseuse en boucle.
Peu importe. L’enfer a toujours été derrière elle. Sa vie est montée à l'envers. Chaque jour vécu l’écarte donc de la mort. Elle sait que c’est un sentiment sans queue ni tête. Mais elle le mâche et remâche depuis qu'elle est petite. Elle ne peut pas concevoir son existence autrement. Pas de logique dans les entrailles.

Elle se répète : Alors pourquoi craindre le jour suivant, pourquoi craindre une douleur franchement anecdotique ?

Elle rêvait de chimères et d’aventures. Elle a réussi. Chaque jour est un film, chaque nuit est un roman. Du moins à ses yeux. Elle imagine autour d’elle les caméras. Et toute l'équipe qui s'affaire. Moteur!

Mais il y a un inconvénient: elle habite dans la vie réelle et le matériel encombre.

Elle ambitionne de vivre des ellipses de cinéma: les voitures ne se déchargent pas, les queues aux caisses n'existent pas, les ascenseurs ne s'attendent pas, les poubelles ne sont jamais pleines, les frigos jamais vides, les repas sont prêts, les valises se font seules, les plantes sont arrosées, les taxis sont libres...


Et soudain, elle dévore une nouvelle petite idée. Elle pense être la femme idéale la plus horripilante jamais connue. Elle apprécie le superlatif tout en rassemblant les miettes avec l'éponge.

Elle fait une petite coupe avec la main et les récupère au bord de la table, toutes collées. Elle les observe et décrète à haute voix : Insignifiantes mais chiantes, tout comme moi.