jueves, 22 de enero de 2015

Encogido y encorvado.



Se ha convertido en una esponja, entonces camina en el muelle siguiendo los pasos de los demás. Observa este país de la mediocridad, de lo pequeño, de lo encogido.
 
Se sienta en la acera para garabatear en un papel algo que acaba de llamarle la atención.
Tiene angustia de no encontrar su bolígrafo en el fondo del bolso.

Él pertenece a esta nación y al mismo tiempo, se siente aparte.

La gente es vieja, calva y barrigona. Viven con el temor de que sus dalias se estén muriendo, y que sus rosas se congelen.
 
La música está marcada, a lo militar, ni un pelo desordenado. Los jefes de orquesta son autómatas. Los carteles de la prohibición puntúan las paredes. Nada se deja sentir, todo debe ser calculado. Nada está soñado.

Frases atrapadas al vuelo: Sí, me gustaría comprar un microondas. Pero primero tengo que hacer un estudio de mercado.

 Viven y mueren apretados en los pliegues de sus pantalones bien planchados. Incluso las burbujas del champán no les hacen olvidar los recibos que hay que pagar.




La gente se amontona sobre la arena y se rodean de paraguas, pelotas, sillas plegables, cojines inflables, toallas, radio, revistas... y en el fondo de ellos anidan sus emociones, pero no aflojan.


 Él escribe sobre una servilleta  de papel, pero no entra en el meollo de la cuestión. Sus ojos se agrietan buscando un punto en el horizonte.

A su alrededor, los viejos arropados de domingo hablan de dolores y de salud. O más bien, de estadística y evaluación.

Los anti-inflamatorios no hacen efecto. Las gotitas están contadas y se cuentan tres veces al día.  No son reembolsadas ​​por el seguro social. ¡ Es un escándalo!



Una mujer ladra, el niño colgado de su brazo.

"Cuando te calmes, te suelto. " Frases escuchadas, frases reconocidas, frases sin edad. No muy eficaces.

El mocoso grita como un descosido y patalea.

Rojísimo.

Contempla la escena, todavía sentado como un sapo sobre el asfalto. Los gritos le quiebran los tímpanos. Su mirada va y viene. Horizonte-niño, horizonte-niño.
Toma conciencia.
 
Observa esa muchedumbre como uno examina sus espinillas en el retrovisor.

La fealdad de esa gente está a la altura de la suya. Y recíprocamente.
 
Él tiene el océano delante de él y se traga el viento. Los ciento ochenta grados del cielo le envuelven la cabeza y le hacen bien.
Se queda allí sin moverse. La sensación de estar encerrado le da ganas de correr. Él mira sus pies que no se mueven y no se deciden. Espira.


La lista de cosas que hay por hacer lo asfixia. Pero, ¿Cuáles son esas cosas? ¿Cuál es la preocupación? No entiende esa obsesión que lo persigue. ¿Cuál es el deber que se impone?



Las rocas afloran. La marea baja dejó todo tipo de restos atrás.
Caminar, se resuelve a caminar. Atraviesa la multitud y pasa entre los cojines inflables, las revistas, las toallas tratando de ser muy cuidadoso.

 



Un paso mal dado, una entrada inadvertida en el territorio de los turistas y recibirá un sarcasmo mordaz o incluso un regaño. Hoy, le va bien, solo recibirá una mirada relámpago.


Arena dura, arena suave. Sus pies se hunden y resurgen. Los zapatos se llenan.
Las aves corren pegadas al agua. Su nube cambia de color con cada movimiento y va de blanco a gris claro, de gris medio a gris antracita. Parecen moscas sobre un espejo.

 
En frente, las casas de la isla aparecen claramente. A la izquierda, sin embargo, un islote se funde con la niebla.
Los escalofríos recorren onda por onda sus vértebras.
El mar lo cura, imperceptible.

 
 
No se puede ir de ahí. Examina las patas rojas de las gaviotas que tejen a toda velocidad. Parecen señoras pequeñas con carácter fuerte. No se dejan de nadie.

Se siente disperso, en todas partes y en ninguna. Apátrida. No encuentra ningún lugar al cual pertenecer.

Trata de relajarse, pero esta trancado. Oxidado. Hace un esfuerzo para relajar los músculos del cuello, de los hombros.

Se ahorca, suspira, bota lejos este sudario de pensamientos oscuros. Todos los días.
 
Abandona la arena, sube las escaleras de madera y se instala en una silla.

Todo el mundo ríe a su alrededor. En la terraza de un café. Pero, ¿Qué está haciendo aquí?


El sol, muy lejos ahora, alumbra las volutas de las nubes. En cada mesa, hay una rubia.

La pasta con champiñones han llegado. Se siente gordo y feo. Ya no puede abotonar sus pantalones. Sueña con estar en pijama metido en una cama.


Hay una dulzura de vivir que no le llega.

Y ahí está, tragó su pasta a la velocidad del rayo ¿y ahora qué?...

Se encuentra en el centro de la multitud, pero le gustaría estar en el corazón de las cosas. No logra saborear. Se siente al final de su aguante, al final de sus fuerzas, al final de un camino que tantas veces ha repetido.

Él lo quiere todo y también su contrario. Acostarse y levantarse. Hablar y callarse. Estar solo y acompañado.
Pero ¿Cuál es el próximo episodio? Incluso su ropa interior ha perdido su elasticidad. En el baño, se sube la cremallera, se enjabona las manos, se da palmaditas sobre las ojeras con agua fresca. Paga la cuenta en la caja.

 
Frente al café, en el muelle, queda plantado ahí, cómodo en ninguna parte. ¿Caminar hacia la derecha o hacia la izquierda?



Teme explotar.

No le gusta el hombre en él que se convierte. Un boticario de las cifras. Contando y contando una vez más, calculando y recalculando sus pequeñas monedas, las  horas, los minutos, los gramos.
 

No le gusta este individuo triste y seco que se olvidó de vivir y respirar. Controla cada centavo con el miedo de la carencia.

Se frustra. Se prohíbe el superfluo, el goce. Es el Tío Rico Mac Pato de los barrios bohemios.
No le gusta el personaje, y sin embargo convive con él cada día.
Francamente, se desagrada.

Traducción Nadia Rios.

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