lunes, 30 de marzo de 2015

Un puesto de mesa en Barcelona.


 



Bar Rec Comtal, no lejos de la estación de metro Arc de Triomf. Barrio El Born. Mes de julio.
Azulejos hasta el techo. Dos máquinas de monedas a la entrada, una de ellas expendedora de cigarrillos. Un aparador en el fondo con columnas torneadas. Una vitrina con copas, un pequeño barril, garrafas de cristal azul, mesas rectangulares de madera, sillas con espalda redondeada. Una barra de zinc.

Detrás de la barra, el jefe, barrigón, de pelo escaso y un bigote gris tupido en forma de arco sobre la boca. Para su madre todo el amor, las otras mujeres vienen después. Justamente, una pena de amor reciente le ha dejado un sabor amargo respecto de los tiempos actuales. Escúchame, hay cosas que no se hacen y punto. Después de veinte y seis años de matrimonio, tratarme así... poner mis maletas en la puerta.

El mesero tiene apariencia de espárrago. Pasa por entre las mesas y seca las sillas a golpe de limpión no muy convincente, algunas palabras quedan atrapadas entre sus dientes cariados, la camiseta manchada de salsa de tomate.

Dos pintores de brocha gorda,
trepados en sus altos taburetes al lado de la caja registradora, cuentan historias libidinosas de doble sentido y ríen a carcajadas. Los Jeans salpicados de estuco, los bíceps apretados en las mangas de las camisas, el paquete de Ducados machacado por el puño que lo cierra. Intercambian miradas cómplices. Siguen los movimientos de la faldita de una joven madre que pone el parasol del coche, acomoda al bebé y ajusta la correa de su sandalia, en la acera de enfrente.


Contra el aparador, un anciano fuma su pipa, el pelo amarillo engominado hacia atrás, la camisa de círculos naranja, estilo años 70, el bastón a su derecha, el periódico la Vanguardia puesto frente a él. Los cristales de culo de botella de sus gafas le hacen unos ojos diminutos de comadreja. Al leer, sigue las líneas con el dedo, como su profesora se lo enseñara.

Al fondo del bar, un par de ojos de muchacho malo podrían disparar a todo aquello que se mueva, si así lo quisiera su corazón, pero hoy no soltará el “pitbull”.  Suspiramos. En la piel del pequeño maleante, ya no hay más espacio, su vida hecha tatuajes ha llenado hasta el más mínimo milímetro cuadrado. Como un toro, un anillo traspasa sus fosas nasales. Para hacerle obedecer. Una gatita debe darse a la tarea ciertas noches. Sobre su melena hirsuta, lleva puesto un Panamá, sombrero incongruente que contrasta con el resto de la silueta. El significado escapa. Tal vez quiere insinuar que un aire de caballero habita en él.
Pegada a la vitrina, una abuelita, menuda, muy menuda por cuenta de los años, mordisquea un churro empapado del chocolate en el que lo ha estado sumergiendo. No ve nada más que la punta del bizcocho. Ensimismamiento. El momento más dulce del día requiere concentración. Todo en ella es de color rosa, sus mejillas, su chaleco, sus medias, sus zapatos de suela de goma. Sin embargo, su pelo es de color azul. Pertenece a la nueva tendencia punk elegante, sin saberlo.

La mesa del centro está ocupado por la persona más extraña de este cuadro, la turista francesa. Sacudida al vaivén de la corriente que se cuela por entre el laberinto de callejones, vino a encallar aquí. Libremente. Revuelve el café con su mano derecha, mientras que con la izquierda escribe sobre el individual de papel, manchado con la grasa de su comida. Estofado de cordero y crema de natilla. Escribe aquello que sus ojos no han dejado de observar, un planeta, todo un planeta que desfila ante ella y que ella absorbe. Piensa que el momento de la gran regurgitación llegará. Un día, será ella quien dé de leer a los demás.

El jefe se acerca curioso, tímido adolescente. Usted escribe un poema? Uh, no, un texto, en fín, eso me gustaría, eso creo –la vergüenza la hace ruborizar– no lo sé, es el lugar que me gusta, el punto de encuentro, la confluencia, la gente. Pero ya se rinde porque ve que el papel se reduce. Ella tiene por costumbre llenar una hoja y parar allí donde el papel acaba. Continuar sobre otro individual, podría ser, bastaría con pedir uno, pero no. Una página. No podría hacer mejor. Cuidado! Unas palabras más y la historia va a concluir. La superficie disminuye, la descripción termina. El viejo saca la lengua, ajusta sus gafas,
fija la mirada en el suelo.
...
¿Quieres otro mantel? El jefe que pasa por allí, atraviesa frente a sus narices otro individual limpio, lo pone en su mesa antes de que ella tenga tiempo de responder. Acompaña la escritura con un pequeño vaso de "un no sé qué", cuyo nombre no ha entendido. Romántico. Él piensa que los escritores se inspiran con el alcohol. El asa del vaso está en la parte inferior, pero el líquido llega hasta la cima. Conmovido por esta pequeña mujer, poco común, él ordena. ¡Continúa! La francesa no tiene otra opción. Hijueputa! Un nuevo espacio virgen se abre. La historia no se detiene como ella pensaba. Está allí, comenzando de nuevo a escribir.
Un sorbo provoca un pequeño círculo sobre el individual de papel. Otro pequeño sorbo y un segundo círculo se traza. Diríamos un par de gafas dibujadas en el individual. Añade dos puntitos para hacer los ojos. El licor huele a hierbas de la garriga de la Collserola, allá detrás de la montaña de Tibidabo. La atmósfera se calma. Van a ser las 4 de la tarde. Los últimos menús del día ya se acabaron. Los estómagos llenos se fueron a roncar. No quedan allí que la insólita francesa y dos viejitos, sentados uno a espaldas del otro, torciéndose el cuello para discutir.
 
La hermana del patrón, vestida con una blusa azul de cuadros, barre el
lugar. Pronto pasará el trapero que ellos llaman la “escoba española”.  Aquel
que parece una gran araña que frota el suelo con sus grandes patas de tiras
de franela.  Esa última no limpia nada. Revuelve la mugre  y la acumula en
las esquinas, pero a nadie le importa, eso refresca. La mujer reniega
porque, a pesar de todo, es ella la que siempre llena el distribuidor de
cigarrillos.  Sí, pero veamos, hay cosas más difíciles en la vida, deja de
quejarte, dice su hermano, ahogando su pena sin poder disimularlo.  Lo que
pasa es que las mujeres quieren la vida de los hombres y nosotros, no
queremos la vida de las mujeres. Entonces, ¿qué vamos a hacer? A este paso,
todos vamos a volvernos homosexuales, pero yo, ya sabes, no quiero un
hombre en mi cama. Me gustan las mujeres, son divinas.

En la barra, un recién llegado, el paki. Traje de marinero y cara de
inmigrante que enamora. Piel color canela. Pelo negro, ojos muy negros, dientes
muy blancos. Toma con el pitillo sorbos de Coca-Cola, única bebida que une
a todos los pueblos.
Viene del locutorio, justo en la puerta contigua.  Desde allí uno se
comunica con el planeta entero. Todos hacen fila para hablar con su madre,
su hermano, su amigo de toda la vida que se quedó en el país. Encrucijada
de un nuevo estilo. Todos los idiomas se entremezclan. Es la Babilonia de
los tiempos modernos. Pero ni la Torre de Babel, ni las torres gemelas, ni
el más alto lugar de las finanzas, van a colapsar. Nadie saltará desde sus
ventanas. Es la planta baja.
Aquí, no hay lugar para el orgullo. Las cabinas están enfiladas,
estrechas, unas muy juntas al lado de las otras
. A cada uno su pequeña cabina y a
cada uno su gran emoción. Tener por fin, al otro lado del teléfono,  a la
persona que nos hace falta. Modestia y fraternidad.

Ya no tengo más espacio en el individual de papel.
 

 
Traducción Adriana Bernal.

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