Tan
yo, tan lejos de mí.
Decible,
indecible, diré todo, no sabrán nada.
Hacer
lo que quiero. Decir lo que quiero. Escribir lo que quiero como bailar en
topless en una discoteca. Un desbordamiento
de libertad que da el vértigo a los que se acercan.
Amar
estremecerse. Actuar bajo el impulso del momento y de la imagen.
Acariciar
el peligro sin nunca mostrar el miedo.
Armarse
de una espada y de un escudo incluso para dormirse.
Esperar
una mirada o provocarla, ofrecer su cuerpo en agradecimiento por una sonrisa,
maravillarse de la pepita ganada, y pues, abrir el cofre al final del año,
hacer las cuentas, descubrir el oro convertido en plomo, perder mucho.
Querer
comprometerse con un hombre, a todo costo, utilizando un calzador, mientras que
detestar la rutina y las medias hombres/mujeres mezcladas en un mismo cajón.
No
tener ninguna consistencia en la mitad de una apartamento vacío, y tomar forma
en un café abarrotado.
Valor
0 para papá. Valor 100 para la mamá.
Soñar
con una vida trepidante, siempre en la escalada, más y mejor que los otros, y
al mismo tiempo tener envidia por la banalidad y la seguridad de la vecina: un
marido, tres hijos, un futón, un perro, una cita en el pediatra por la varicela
del hijo menor.
Reclamar
la quietud inesperada, la paz devastadora, la tranquilidad sobre el estado de
alerta.
Subirse
hasta la almena y hacer flotar el estandarte de la contradicción.
Atraer
a los hombres, tentarlos, mantenerlos calientes, ponerlos patas arriba, irritarlos,
mimarlos, darles alergias, alabarlos, para después reducirlos mejor, herirlos
para consolarlos, asquearlos de sí mismo mientras se les cautiva y entonces finalmente
entender que 1000 multiplicado por 0 es igual a 0, obviamente la cabeza de Toto,
el casco raspado. No hay nada en el coco.
Arrancar el borrador, hacer una bolita y tirarla a la basura. Retomar una hoja.
Revisar su copia.
Vivir
más, disfrutar más. Los nuevos mandatos del siglo me alienan. Entonces, caigo
embelesada. Pies y manos amarrados, un día entero, desengrano las horas. Y ya
no quiero ser la mujer del amigo Ricoré. Quiero ser un taburete de tres patas.
El
texto descarrila. Está recostado sobre un lado, respira lentamente.
Escribir
feo.
Un
pasaje obligado.
Un
pasaje de larga duración
Un
pasaje no muy sabio
Perseguir
pero fuero de la jaula
Saborear
a la verdadera bruja
Sin
nunca caer borracho.
Pesadilla.
Las rimas pobres hacen la cola en la sopa popular. Sale humo de su boca en
pleno invierno.
O
bien, cambio de agujas. El texto se larga hacia otra dirección.
Nuestros
cuerpos se entremezclan. Dominante, dominado en un ballet sangriento de pura
envidia. Carne y huesos se sacuden. Rígida es la vida que nos atraviesa.
Somos
indomables cuando la tiranía se ejerce y nos quedamos impotentes frente a la igualdad.
La
muerte se dobla en cuatro para suspender el segundo y nos sorprende a
contrapelo. Ella envía un mensaje de amor agudo a esos esqueletos sublevados por los electrochoques.
Se
nos ha invitado a un festín de los dioses pero susurramos frases más triviales
que cagadas de mosca. Decididamente no
estamos dotados. Se nos ha puesto a
manera de cerebro una estupidez de
Kinder Sorpresa, chocolate que se pega en el paladar y un juguete de plástico. Somos
muy orgullosos cuando nos lo regalan. Después, envejece muy mal, los stickers se
despegan, no hace más que atrapar polvo
sobre la estantería.
En
fin, seamos indulgentes. No le disparamos a la ambulancia. Ya tiene las ruedas
pinchadas, una sirena asmática y le robaron los retrovisores la semana pasada.
Tan
yo, tan lejos de mí. Diré todo, no
sabrán nada.
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