martes, 16 de febrero de 2016

Pero ¿de qué sirve escribir? 2.

o Contarlo todo sin saber cómo.


Cambio de escenario. Primeras horas en el campo. Estoy sentada en mi cama, la espalda muy hundida en las almohadas de plumas, las piernas dobladas en ángulo recto, el computador sobre los muslos. El gato ya no juega con la pequeña flecha. Por fuera, la que habla es Colombia.
Saltamontes, cucarachas, grillos, pájaros, serpientes. Así que corre detrás de todo lo que se mueve, histérico, para en seco, hunde sus garras en el tronco del mango, reanudó la carrera. Vivir gato.

Parálisis mujer. Pospongo una vez más la escritura de la novela al día siguiente.

Debería copiar la Duras, esperar a que las palabras fluyan al extremo de mis dedos, permanecer suspendida al final de una frase, el miedo en la barriga.
Yo debería fumar unas Gauloises* y poner una copa de vino a mi lado.
Si eso no es suficiente, después del gato y las Gauloises, debería comprar una lámpara de escritorio con una pantalla de terciopelo verde, estanterías llenos de libros, y chales que depositaría en las sillas. Debería aprender a preparar el arroz pegajoso.
Debería, debería, debería retorcer el cuello a mis "yo debería".

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Hoy, mi madre ha muerto una vez más.
En mis pesadillas.
Y una vez más, soy responsable de vaciar su apartamento como uno vacía las tripas de un pollo. Abrir los cajones, los armarios. Saquearlo todo. Limpiarlo todo. Y siempre el mismo pánico frente a la montaña de trabajo que eso representa. Una voz me advierte: ¡Atención! Durante meses, los animales estuvieron solos, tiene que ser un desastre.

Yo camino a través del laberinto de los carros parqueados en el estacionamiento. Interminable. Giro en una dirección y luego en otra, me devuelvo sobre mis pasos.
He perdido el camino que conduce a la casa de mi infancia.

Es raro, convirtieron a los garajes en casas móviles. La gente realmente tienen ideas idiotas: ¿pero quién viene a pasar vacaciones en el patio de un edificio al lado de la estación de tren? E instalaron hasta bellos aparadores con manteles y chucherías de yeso. Es probable que haya que quitarse los zapatos para entrar. A través de las ventanas, los veo sentados comiendo la sopa. ¿Cuáles son estos seres tan apretados?

Por fin encuentro la entrada del edificio. Me acerco al ascensor. ¡Hijueputa, infierno de mierda! Se me había olvidado, llegué acompañada. Mi novio es un lastre. No avanza. Se quedó, la nariz en el aire, en medio de la calle. Lo recupero y lo halo por la manga. Me va a tocar encargarme de todo. Es un impotente. ¡Mierda! No puedo hacer mi vida con un tipo así. Mi madre no estará orgullosa de mí si no estoy orgulloso de él. Pero primero, ¿quién es este hombre?

Un extranjero.
« Perder a su marido, no es lo más grave, un marido es un extranjero para uno…pero perder a su hijo…” Otra cantinela de mi abuela.

Luego el ascensor acaba por abrirse. Llueve por dentro. Una especie de manguera de ducha está instalada en el techo. Hago hipótesis. Es una máquina para detectar a las personas enfermas. El malestar empeora. Nos montamos los dos, nos apretamos en un pequeño rincón para no empaparnos. Olores de hospital invaden la situación. Yo llevo todo el peso del mundo sobre mis hombros. La intuición del desastre inminente sube lentamente de los dedos de mis pies a los lóbulos de mis orejas. ¿Quién me puede ayudar? Estoy sola. El hombre a mi lado es una apariencia de hombre. En el ascensor, busco los botones. No hay. Ningún botón entonces ningún destino posible. Las puertas no se abrirán nunca más. La claustrofobia me hace ver borroso.
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Ella vuelve a leer, afligida. Pasa del yo al ella, del ella al yo sin ni siquiera darse cuenta. Ella no es capaz de escribir otra cosa que sus carencias, debilidades, fracasos y crisis intestinales. Ella se martiriza moviendo y moviendo el cuchillo en la herida para hacer una rica morcilla.

¿Qué hacer con toda esta vida, qué hacer de todos estos recuerdos machacados, qué hacer de todos estos objetos acumulados? ¿Qué hacer de todas estas palabras tecleadas, todas estas frases que nunca saldrán de ese disco duro? Pero ¿de qué sirve escribirlas, de qué sirve conservarlas en esa memoria seca? Encerradas en esta caja, permanecen inertes. No alcanzan a nadie. No tienen ningún destinatario.

Su vida se reduce a: unas pinturas a granel, unos espectáculos apenas vistos y ya desaparecidos, un cementerio de álbumes de fotos con la fecha escrita en la portada, un guión sin rodaje, un psicoanálisis que no tiene fin, textos silenciosos ...
Para quién ? ¿Para qué?
Todo el potencial de la vida por delante se despliega como una alfombra a sus pies y ella no puede sino constatar el desastre: ella no es buena para nada. Su corazón late sólo para perpetuar esta insatisfacción ilimitada. El cansancio de ser uno mismo se instala cada día más.

¡Dios mío! ¡Socorro! ¡Aire! ¡Salgamos rápido de este ascensor-ducha-hospital!

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Julio de 1934. Mi tío Dédé había muerto de tétanos. Nueve años. Rasguño de niño que escalada un muro bajo para ver los fuegos artificiales. Mis abuelos habían decidido suicidarse. Encender la estufa de carbón. Conciliar el sueño para siempre con su hija-mi madre-cinco años.
La ejecución no se había puesto en marcha. Habían querido dejar flores en la tumba del pequeño una última vez.
Mi madre había golpeado la lápida con sus manitas:
“¡A mí, no me gustaría estar ahí abajo!”
Volvieron del cementerio, habían vuelto a cargar la estufa de carbón. Para preparar el pot-au-feu*.
La vida había seguido su curso. O casi.
Mi madre se había convertido en la mayor, el hijo de reemplazo, la que se sube a los árboles y va a nadar en el río en pleno invierno.
En la familia, los pequeños varones tenían un lugar un poco especial. Ellos hacían lo que querían, les perdonabamos todo, entonces, crecían en todas las direcciones, no aprendían a protegerse a sí mismos, morían joven, el bucle estaba cerrado.
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Ahora, estoy parada en la plataforma de los diez metros. Tiemblo en mi vestido de baño de una sola pieza. ¿Me lanzo o no me lanzo?  Abajo, la piscina está casi vacía. Se ve las paredes a la vertical cubiertas de mosaicos repugnantes. Hay espuma, goteos y agua estancada.
Verde y azul.
Es muy incómodo tener los dedos de los pies en el borde del trampolín. Entonces, voy a saltar.
Una vez abajo, me moveré con todas mis fuerzas, pequeña rana sin aletas.

¿Por qué?
Para ofrecer mi vida a los que ya ni creen. Para añadir mi toque personal al cuadro. Un poco de rojo en el fondo de la piscina.

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* Cigarrillos de tabaco negro.
* Le pot-au-feu, literalmente “el tarro-al-fuego” es una receta popular típica.


Versión 1, 4 de diciembre de 2011.
Blog Versión 1, 23 de agosto de 2012.
Versión 2, 12 de febrero de 2016.

 

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