martes, 23 de febrero de 2016

Crónica de una depresión.



Otro domingo por la mañana, pegastickada en el fondo de la cama. Miro los libros de bolsillos puestos en la mesita de noche. El “pero ¿de qué sirve?” me está invadiendo. Ningún deseo se presenta o, más bien surgen miles pero ninguno me levanta. Me volteo lado cara, hago lo imposible para asirme del sueño que acaba de atravesarme. Medio borrado, medio impreso. Me volteo lado sello, agarro la almohada, deslizo mis brazos por debajo. El mecanismo se activa y las imágenes regresan gradualmente. Violentas. Doy golpes a tres mujeres en saris. Sus caras son preciosas. La seda es suave. Mis puños descuelgan las mandíbulas, aplastan los ojos. Mis manos arrancan el pelo a mechones, golpean las cabezas contra el suelo. Por fin, la sangre sale a chorros para liberarme. Unos pocos segundos de tregua.
Pero intransigente, exigente, repugnante, el odio me sumerge de nuevo. Entonces pisoteo sus cuerpos tendidos en el suelo. La destrucción, porque siempre será incompleta, no me sacia.

Con la punta del pie, busco, en las sabanas, los rincones de la cama que se mantuvieron fríos. Doy un beso al oso rojo que duerme en mi pijama. Entrecierro los ojos para ver el mundo a través de la barrera de mis pestañas.
Tres horas a bullir en las cuatro esquinas de la cama como un gusano de harina. Exploro mis emociones innecesariamente. Todo es insípido.

Acción decisión. Paso en posición sentado y pongo en marcha el autómata. Un pie delante del otro hacia la cocina. Las cerámicas de las paredes son más blancas de lo habitual. Como mis huevos que saben a icopor. Estoy a punto de volver a acostarme. Me gustaría tomar el aire, sino que estoy detenida en el acuario.

El cielo es de otoño. Me doy una excusa. Recobro el aliento y vuelvo a orinar por la quinta vez. Las descargas se multiplican y dan ritmo al vaivén de las angustias. Los trastornos de las profundidades aparecen a la superficie.

Una persona de carne y hueso, posiblemente, podría arrancarme a mi torpor, pero ¿Quién llegará? ...Nadie. Estoy en la categoría: sin destino. Debo someterme a la clasificación. Mis brazos, más pesado que el plomo, me ordenan que me sentara. Fumo y el mundo se disloca más. Todo se convierte en cartón-piedra incluyendo mi propio cuerpo. Miro mi embalado. Vivo en su interior, me codeo con él cada día y sin embargo me parece extranjero, impenetrable.
Me quedo allí dos horas más sin moverme. Nada me sustrae a la melancolía.

Decisión Acción. Entro en la ducha. Espero que el agua cumpla un milagro. Percibo decenas de pequeñas manos que me enjabonan. Dulzura  de una inmensa caricia. Me ausento un momento. La sensación desaparece. Amargura de la pérdida.

Decisión acción. Correr detrás del tren en marcha, tomar las cosas en el camino, celebrar la velocidad. Me visto en diez minutos y salgo en un estruendo de portazos y chapas. La realidad quizás va a vislumbrar y señalarme la dirección correcta.
Las calles están desiertas, sucias, incomprensibles.
La fealdad de la ciudad me salta a la garganta. Camino una y otra vez para tratar de crear una maniobra de diversión. La sangre se calienta y comienzo a sudar. Espero llegar a ser lo que sé de mí mismo. Nada ayuda. Me desdoblo. Temo por mí mismo y prefiero correr de vuelta al apartamento. ¡Ojalá nadie me vea, ojalá nadie se entere!

Me enrollo en las mantas, el sillón de espalda a la montaña. Prefiero no mirar por la ventana. El exterior me grita que la vida es bella y que tengo que gozarla. Me hago culpable de ser frígida.

El miedo a morir timbra a la puerta. Un soplo helado baja sobre mi cráneo, desliza detrás de las orejas, recorre la nuca. El ascensor cae al fondo de la fosa, el carro sale de la carretera, el avión pierde mil metros. Las tripas saltan al techo antes el impacto. Pero este instante tan corto en una situación real, se estira como chicle y dura horas enteras con una intensidad variable. 5.5, 4.2, 3.7, 9.2 y así sucesivamente.
Mi cuerpo está congelado y luego asado en el aceite de un sartén, inmerso en el ácido, encerrado en una bolsa de vacío.
Mis sentidos, ahora hiperactivos, no pueden seguir. Todo se desboca.


Reacciono y me levanto de un salto. Decisión acción. Hacer. Hay que hacer.
Ordeno mi ropa, la aliso, la doblo, la despliego, la vuelvo a plegar, hago pilas. Me tranquilizo cinco minutos. Mi interior encuentra un poco de serenidad. Y luego al abrir un cajón, el desdoblamiento resurge: la ropa no es mía. Siento que estoy vaciando el armario de un muerto después de su entierro.


Me sacudo, me resoplo, rechazo las ideas que me ennegrecen y fijo el reloj. No sé lo que espero. Me anieblo una vez más.

La noche cae como un alivio. Tengo el derecho de volver a acostarme. Desaparecer hasta mañana.
Pero la autoflagelación asoma las narices. La norma no permite dormirse a las seis de la tarde.
Vuelvo a vaciar mi vejiga. Poco menos de lastre. Demasiado poco de lastre. Despego, entro en pánico a la idea de convertirme en gas, de dilatarme. Me ensaño en recuperar mis moléculas que se están largando.
Sofoco un poco. Me pellizco los brazos para que el dolor me dé forma, para que yo pueda definir mis contornos.
Los agujeros de aire me dan arcadas. Me reclino, me siento, me reclino, sobresalto, paso la escoba y vacío la basura.
La tortura fantasma pasa y vuelve a pasar. Nada se mueve en el apartamento.
Lavo los platos y remuevo y remuevo las ollas unas contra las otras en el closet. Hacer ruido, acompañarse de ruido.


Me siento en el sofá, el sofá una y otra vez, como un imán. El sofá otra vez y siempre, el sofá como un amante demasiado pegajoso. Fumo otro cigarrillo, este me da náuseas. El estómago se revuelve un poco, nada más.


Decisión acción. Llamo por teléfono a un amigo. Conversación banal que anima y redondea durante diez minutos las paredes de la sala. Las palabras comunes y corrientes resuenan y ofrecen un refugio, una pausa algodonosa.
Cuelgo.
Silencio.
Colapso.

Logré resistir hasta las diez. La norma ahora me autoriza a acostarme.
Desde mi almohada, descifro los títulos de las novelas puestas sobre la mesita de noche. Estiro el brazo, abandona, encuentro el coraje. Abro el primer libro que cayó en mis manos.
Leo sin entender el curso de las palabras. No tienen más sabor que los huevos de icopor de esta mañana. Indistintos.
Apago la luz. Con la oscuridad, un abismo se abre debajo de mí. Finjo ignorarlo como si fuera una persona que uno no quiere ver. Me estremezco un poco y, boca abajo, aprieto con fuerza mis puños en los bordes del colchón.
Espero el sueño que llega a paso lento. Muy lento. Demasiado lento.

Me volteo, me volteo, me volteo,… ¿me volteo por quién? ¿Por qué? ¿Qué es lo que dejé atrás que me duele tanto?

Inspira, expira, inspira, expira, inspira, expira. Expira.




* La palabra retourner se puede usar en francés para significar volver o voltear
Versión blog 1, 15 de septiembre de 2012.
Versión 2, 17 de febrero de 2016.

 

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