Entre perro y lobo, entre Gastón y Gérard, deambulo entre los seres, camino,
camino, camino…
¿Qué más puedo hacer? Las soledades no se
encuentran.
Me trago cuatro novelas en dos días. Las
palabras son flotadores que me ayudan a permanecer en la superficie, a pesar de
que en ocasiones pierden su contenido. Y yo repito en mi mente la palabra muro hasta que ya no significa más, solo
cuatro pequeños sonidos que yo artículo en mi boca.
Tránsito entre los seres, me froto a ellos
pero ya no percibo su huella sobre mi cuerpo, ni su rastro sobre mi alma.
Me institucionalicé. Me fijo. Me convierto
en un yo esclerotizado lleno de certezas y de resignación, de tolerancia y de
rituales.
Veinte minutos. Desde hace veinte minutos,
el aire entra y sale por mi nariz.
Sentada frente al computador, teclo notas
laborales sin interés. Miro a la colega a mi lado y luego miro a la
fotocopiadora y siento más afinidades, más cercanía con la fotocopiadora… ella repite, yo repito, cuando se atasca el
papel, ella tiene una pequeña alarma que suena con una lucecita naranja que
titila.
Tititititi…
Mi lucecita se agita desde hace un largo
tiempo, pero no hay un técnico a la vista. Yo me aíslo, ya no soy permeable
como antes.
Las decepciones se acumularon como se
acumulan los granos en el rostro de alguien con acné. Cada día aparece un
pequeño punto rojo, pequeños moretones. Entonces ya no paso frente al espejo.
Me lavo los dientes con la mirada fija en los montones de ropa en el armario.
Por la noche, abrazo la almohada, retuerzo
los dedos en la cola del gato y exploro las sábanas frías con la punta del pie…
Todavía hay un poco
de camino por recorrer… todo puede ocurrir… todo puede pasar, esto no ha
terminado… no ha terminado, está lejos de haber terminado, es sólo una pausa,
una pausa a la que no estoy acostumbrada. Soy una persona de carácter tipo A…
tiene que brincar pero la vida dice que no… como si ella quisiera darme una
lección.
En fin aprendo mi
lección de memoria cada noche. Cuento los lugares comunes como las perlas de un
rosario.
Y luego devoro los
libros. Me emborracho de palabras. Escucho su voz que llena todos los rincones
de mi cabeza.
Busco la respuesta en
cada novela. Y descubro otra.
Me tranquilizo cuando
entro a la biblioteca. Miro los estantes repletos y suspiro… los encuentros
todavía son posibles.
Cada carátula
contiene un mundo que contiene mi salvación.
Termino una novela para abrir otra.
Termino una novela para abrir otra.
Pero es un diálogo de
sordos el que se perfila. Yo los escucho, ellos no me escuchan. Nada que hacer:
no se pusieron sus audífonos. Para que reciban a su vez mi palabra, renuncio a
mi rol de funcionaria endurecida y escribo este borrador en una página de mi
correo mientras miro la fotocopiadora.
Me auto-envío el
mensaje. Otro grito tipo Munch.
La colega sentada a
un metro ni se inmuta.
Yo no leía nada
cuando era niña. Ni una línea. Si… el diccionario que me servía también de
silla alta para sentarme a la mesa.
Y luego un día, una novela llegó a mis manos La espuma de los días. Con un lápiz,
comencé a subrayar las frases que me gustaban. Cuando cerré el libro, todas las
líneas o casi estaban marcadas. Tenía 13 años. El gran comienzo de mi bulimia.
No tenía idea de la proporción que esto tomaría.
Tamborileo sobre el
teclado al lado de mi gemela la fotocopiadora. La colega no pestañea frente a
su pantalla. A penas un hola, apenas un hasta luego. No le digo nada más
tampoco.
Entonces regreso a mi
Kafka para ver si él me habla de su ser taciturno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario