jueves, 2 de abril de 2015

Entre perro y lobo.


 

Entre perro y lobo, entre Gastón y  Gérard, deambulo entre los seres, camino, camino, camino…
¿Qué más puedo hacer? Las soledades no se encuentran.

Me trago cuatro novelas en dos días. Las palabras son flotadores que me ayudan a permanecer en la superficie, a pesar de que en ocasiones pierden su contenido. Y yo repito en mi mente la palabra muro hasta que ya no significa más, solo cuatro pequeños sonidos que yo artículo en mi boca.

Tránsito entre los seres, me froto a ellos pero ya no percibo su huella sobre mi cuerpo, ni su rastro sobre mi alma.
Me institucionalicé. Me fijo. Me convierto en un yo esclerotizado lleno de certezas y de resignación, de tolerancia y de rituales.

Veinte minutos. Desde hace veinte minutos, el aire entra y sale por mi nariz.

Sentada frente al computador, teclo notas laborales sin interés. Miro a la colega a mi lado y luego miro a la fotocopiadora y siento más afinidades, más cercanía con la fotocopiadora…  ella repite, yo repito, cuando se atasca el papel, ella tiene una pequeña alarma que suena con una lucecita naranja que titila.

Tititititi…

Mi lucecita se agita desde hace un largo tiempo, pero no hay un técnico a la vista. Yo me aíslo, ya no soy permeable como antes. 
Las decepciones se acumularon como se acumulan los granos en el rostro de alguien con acné. Cada día aparece un pequeño punto rojo, pequeños moretones. Entonces ya no paso frente al espejo. Me lavo los dientes con la mirada fija en los montones de ropa en el armario.

Por la noche, abrazo la almohada, retuerzo los dedos en la cola del gato y exploro las sábanas frías con la punta del pie…

 
Todavía hay un poco de camino por recorrer… todo puede ocurrir… todo puede pasar, esto no ha terminado… no ha terminado, está lejos de haber terminado, es sólo una pausa, una pausa a la que no estoy acostumbrada. Soy una persona de carácter tipo A… tiene que brincar pero la vida dice que no… como si ella quisiera darme una lección.

En fin aprendo mi lección de memoria cada noche. Cuento los lugares comunes como las perlas de un rosario.

Y luego devoro los libros. Me emborracho de palabras. Escucho su voz que llena todos los rincones de mi cabeza.
Busco la respuesta en cada novela. Y descubro otra.

Me tranquilizo cuando entro a la biblioteca. Miro los estantes repletos y suspiro… los encuentros todavía son posibles.
Cada carátula contiene un mundo que contiene mi salvación.
Termino una novela para abrir otra.

Pero es un diálogo de sordos el que se perfila. Yo los escucho, ellos no me escuchan. Nada que hacer: no se pusieron sus audífonos. Para que reciban a su vez mi palabra, renuncio a mi rol de funcionaria endurecida y escribo este borrador en una página de mi correo mientras miro la fotocopiadora.

Me auto-envío el mensaje. Otro grito tipo Munch.

La colega sentada a un metro ni se inmuta.


Yo no leía nada cuando era niña. Ni una línea. Si… el diccionario que me servía también de silla alta para sentarme a la mesa.
Y luego un día, una novela llegó a mis manos La espuma de los días. Con un lápiz, comencé a subrayar las frases que me gustaban. Cuando cerré el libro, todas las líneas o casi estaban marcadas. Tenía 13 años. El gran comienzo de mi bulimia. No tenía idea de la proporción que esto tomaría.

 
Tamborileo sobre el teclado al lado de mi gemela la fotocopiadora. La colega no pestañea frente a su pantalla. A penas un hola, apenas un hasta luego. No le digo nada más tampoco.

Entonces regreso a mi Kafka para ver si él me habla de su ser taciturno.

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario