Djebel Sargho. Noche de Navidad.
Las
mulas, con sus patas amarradas, remueven la polvareda y comen el grano con una
apariencia de cirujano. Máscara sobre la nariz. Los Bereberes, con la cabeza envuelta
en grandes telas, buscan los víveres y los cacharros dentro de las
cargaderas desmontadas del anca de las
bestias. Son sombras que se deslizan, elásticas, en la obscuridad y alegres se muestran de poder comer una vez
que el sol se oculte, y preparan entonces la harira y los tajines. Hombro con
hombro, en círculo, las rodillas dobladas, su mirada perfora la noche. Las bolas blancas marcadas por el kohl lanzan destellos. Bajo
las estrellas, las bandejas de plata y las ollas de aluminio también brillan.
Las lavan acurrucados delante de las vasijas,
economizando cada gota de agua, los recipientes de plástico cuidadosamente cerrados.
El
rebaño de cabras se acerca al igual que el miedo a las tinieblas. El Escorpión,
fabuloso, apunta su dardo desnudo, y se
extiende cuan largo sobre el dosel del cielo.
Uno
por uno, los hombres descorren la tela y penetran en la redondez de la carpa.
Al
calor del té, se recuperan lentamente. La tela los protege de esta desmesura
que vibra allí afuera, de este horizonte sin fin, fascinante, agotador. Ella los
pone al abrigo de sus elementos salvajes que arrebatan las sangres. El mundo
alrededor de ellos se encoge ahora. Recupera su talla humana.
Las
imágenes del día se revelan poco a poco en la retina: los picos rocosos, las
gargantas montañosas, las llanuras gigantescas
aparecen al comienzo vagos, luego definidos, recorridos, reconocidos,
dominados. Los músculos se distienden. La sequedad resquebraja
las comisuras de los labios, el rabillo del ojo. La piel se vuelve de cuero. Las aletas de la nariz, las mejillas se
quiebran. Nuevos mapas de geografía se dibujan.
Se
llena el estómago en silencio. Las manos van y vuelven a la boca,
tranquilamente.
Sentada
sobre los tapetes bordados, la mujer blanca escucha la tempestad que se
anuncia y las cabras que balan.
Las
guirlandas eléctricas, los grandes pinos
ataviados de bolas, los caramelos de
chocolate, los frascos de foie gras, los regalos bellamente empacados, los
sofás de terciopelo, las chimeneas encendidas, las familias que se abrazan bajo
el muérdago han desaparecido de su memoria… la Nochebuena se esfumó, como un espejismo apenas percibido, o
agua tragada por la arena.
Habría
podido nacer aquí el niño prodigio. En este desierto. Entre las mulas, las
cabras y los Bereberes, sobre mantas de lana gruesa.
Pero
es el desierto rocoso y su pueblo quienes ocuparon el lugar. Inmenso y humilde.
Traducción
Amelia Añez
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