lunes, 20 de abril de 2015

Noche bereber.





Djebel Sargho. Noche de Navidad.

Las mulas, con sus patas amarradas, remueven la polvareda y comen el grano con una apariencia de cirujano. Máscara sobre la nariz. Los Bereberes, con la cabeza envuelta en grandes telas, buscan los víveres y los cacharros dentro de las cargaderas  desmontadas del anca de las bestias. Son sombras que se deslizan, elásticas, en la obscuridad  y alegres se muestran de poder comer una vez que el sol se oculte, y  preparan  entonces la harira y los tajines. Hombro con hombro, en círculo, las rodillas dobladas, su mirada perfora la noche.  Las bolas blancas  marcadas por el kohl lanzan destellos. Bajo las estrellas, las bandejas de plata y las ollas de aluminio también brillan. Las lavan acurrucados delante de las vasijas,  economizando  cada gota de agua,  los recipientes  de plástico cuidadosamente cerrados.

El rebaño de cabras se acerca al igual que el miedo a las tinieblas. El Escorpión, fabuloso,  apunta su dardo desnudo, y se extiende cuan largo sobre el dosel del cielo.

Uno por uno, los hombres descorren la tela y penetran en la redondez  de la carpa.

Al calor del té, se recuperan lentamente. La tela los protege de esta desmesura que vibra allí afuera, de este horizonte sin fin, fascinante, agotador. Ella los pone al abrigo de sus elementos salvajes que arrebatan las sangres. El mundo alrededor de ellos se encoge ahora. Recupera su talla humana.

Las imágenes del día se revelan poco a poco en la retina: los picos rocosos, las gargantas montañosas,  las llanuras gigantescas aparecen al comienzo vagos, luego definidos, recorridos, reconocidos, dominados. Los músculos se distienden. La sequedad  resquebraja  las comisuras de los labios, el rabillo del ojo. La piel se vuelve de cuero.  Las aletas de la nariz, las mejillas se quiebran. Nuevos mapas de geografía se dibujan.

Se llena el estómago en silencio. Las manos van y vuelven a la boca, tranquilamente.

Sentada sobre los tapetes bordados, la mujer blanca escucha la tempestad que se anuncia  y las cabras que balan.

Las guirlandas eléctricas, los grandes pinos ataviados de bolas, los caramelos de chocolate, los frascos de foie gras, los regalos bellamente empacados, los sofás de terciopelo, las chimeneas encendidas, las familias que se abrazan bajo el muérdago han desaparecido de su memoria… la Nochebuena se  esfumó, como un espejismo apenas percibido, o agua tragada por la arena.

Habría podido nacer aquí el niño prodigio. En este desierto. Entre las mulas, las cabras y los Bereberes, sobre mantas de lana gruesa.

Pero es el desierto rocoso y su pueblo quienes ocuparon el lugar. Inmenso y humilde.



Traducción Amelia Añez

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