lunes, 25 de marzo de 2013

Calor.


 

Nos colamos en la hamaca. Un día entero en una hamaca.

Cerrar los ojos y sentirse absorbido. Abrir un ojo, cerrarlo. El cuello se pone pegajoso. El trópico nos enseña a todos la economía del gesto.

 
El cerebro se pone pegachento también. Las conexiones se derriten. El calor es un yunque apoyado sobre el estómago. El sol te hace desplomar. Las mallas del chinchorro se hunden poco a poco en la carne.

Esperar la hora siguiente, que precederá a la siguiente. La aplanadora pasa.

 
Pero la siguiente hora es idéntica, o peor. No hay remisión.
Entonces se espera el fresco de la noche, o la brisa, o la lluvia. Ni unos ni otras llegan.

Chorrean las junturas de los brazos, de los muslos, de las rodillas.

La lluvia que ya nadie esperaba, finalmente se va preparando. Tres gruesos goterones y de pronto cae a cántaros. La calle se torna un torrente de agua caliente. Los niños salen y se duchan en los chorros que vomitan las canales.

 
Pasa el aguacero. La temperatura no ha mermado ni un grado.

El asfalto hierve. Las bocanadas de calor son aún más potentes. Destaparon la olla a presión. Rogamos todos para que el sol se vaya.

Y entonces, de pronto, es de noche. Uno podría creer que alguien movió el interruptor ON/OFF. El bombillo se apagó. Pero la puerta del horno quedó abierta.

 
Uno se arrastra hasta la cama. Las sábanas exhalan un olor de sudores recalentados.

Uno enciende el abanico que jadea como un asmático, se impulsa suavemente y luego zumba.

Es, con toda seguridad y reiteradamente el menos perezoso de todos.

Remueve el aire como buenamente puede con sus aspitas.

El aire llega a las mejillas y ahora surge la sensación de que hubieran encendido un secador de pelo.

 
Ni un día, ni una hora, ni un minuto de tregua. A lo sumo treinta segundos cuando se abre la puerta de la nevera.

El cansancio es pesado y húmedo. Pasar y repasar el párpado sobre el ojo es extenuante. Es el esfuerzo de la jornada.

Uno se acuesta. Cada milímetro de piel aplasta el colchón. Los muros están cuarteados, pelados.


El cuarto tiene algo de san alejo, o tal vez de celda.

Los chiros y las toallas colgados de clavos, los chagualos en desorden bajo las camas.

Ninguna luz penetra aquí, un cuarto tuerto. El único bombillo difumina una luz pálida que se agota sin alcanzar siquiera los rincones de la pieza.

 
Sobre un remedo de repisa: máquinas de afeitar, desodorantes, jabones aventados en desorden.

Los rollos de papel higiénico andan por ahí revueltos con medias enrolladas que forman bolas.


Tendida sobre el lecho, en una camisa de noche estampada de flores turquesa, aquella mujer parece una muñeca de trapo tirada en un basurero.

Podría creerse que está secuestrada; pero no. Ha llegado a encallar ahí por voluntad propia. Abandonada.

Cada golpe le ha añadido una fisura al cristal de su alma. Un golpe más y volará en mil pedazos.

Ella preferiría acostarse en una caja acolchada con virutas y con la palabra FRÁGIL escrita con pintura roja.

Tiembla como si fuera la última hoja de un árbol.

Nada más.

 

Traducción Adriano Moreno.

 



 

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