Cerrar los ojos y sentirse absorbido.
Abrir un ojo, cerrarlo. El cuello se pone pegajoso. El trópico nos enseña a
todos la economía del gesto.
El cerebro se pone pegachento también. Las
conexiones se derriten. El calor es un yunque apoyado sobre el estómago. El sol
te hace desplomar. Las mallas del chinchorro se hunden poco a poco en la carne.
Esperar la hora siguiente, que precederá a
la siguiente. La aplanadora pasa.
Pero la siguiente hora es idéntica, o
peor. No hay remisión.
Entonces se espera el fresco de la noche,
o la brisa, o la lluvia. Ni unos ni otras llegan.
Chorrean las junturas de los brazos, de
los muslos, de las rodillas.
La lluvia que ya nadie esperaba,
finalmente se va preparando. Tres gruesos goterones y de pronto cae a cántaros.
La calle se torna un torrente de agua caliente. Los niños salen y se duchan en
los chorros que vomitan las canales.
Pasa el aguacero. La temperatura no ha
mermado ni un grado.
El asfalto hierve. Las bocanadas de calor
son aún más potentes. Destaparon la olla a presión. Rogamos todos para que el
sol se vaya.
Y entonces, de pronto, es de noche. Uno
podría creer que alguien movió el interruptor ON/OFF. El bombillo se apagó.
Pero la puerta del horno quedó abierta.
Uno se arrastra hasta la cama. Las sábanas
exhalan un olor de sudores recalentados.
Uno enciende el abanico que jadea como un
asmático, se impulsa suavemente y luego zumba.
Es, con toda seguridad y reiteradamente el
menos perezoso de todos.
Remueve el aire como buenamente puede con
sus aspitas.
El aire llega a las mejillas y ahora surge
la sensación de que hubieran encendido un secador de pelo.
Ni un día, ni una hora, ni un minuto de
tregua. A lo sumo treinta segundos cuando se abre la puerta de la nevera.
El cansancio es pesado y húmedo. Pasar y repasar
el párpado sobre el ojo es extenuante. Es el esfuerzo de la jornada.
Uno se acuesta. Cada milímetro de piel
aplasta el colchón. Los muros están cuarteados, pelados.
El cuarto tiene algo de san alejo, o tal
vez de celda.
Los chiros y las toallas colgados de
clavos, los chagualos en desorden bajo las camas.
Ninguna luz penetra aquí, un cuarto
tuerto. El único bombillo difumina una luz pálida que se agota sin alcanzar
siquiera los rincones de la pieza.
Sobre un remedo de repisa: máquinas de
afeitar, desodorantes, jabones aventados en desorden.
Los rollos de papel higiénico andan por
ahí revueltos con medias enrolladas que forman bolas.
Tendida sobre el lecho, en una camisa de
noche estampada de flores turquesa, aquella mujer parece una muñeca de trapo
tirada en un basurero.
Podría creerse que está secuestrada; pero
no. Ha llegado a encallar ahí por voluntad propia. Abandonada.
Cada golpe le ha añadido una fisura al
cristal de su alma. Un golpe más y volará en mil pedazos.
Ella preferiría acostarse en una caja
acolchada con virutas y con la palabra FRÁGIL escrita con pintura roja.
Tiembla como si fuera la última hoja de un
árbol.
Nada más.
Traducción Adriano Moreno.
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