lunes, 25 de marzo de 2013

Compenetrados.


 

Texto original en francés.
Traducción : Adriano Moreno.

En la costa caribe. En alguna parte de un barrio de esos que llaman populares. Un barullo se hace escuchar por toda la calle. Una mezcla de llantos de niños y de programas de radio.


Las señoras andan escoba en mano. Son las 10:33 de la mañana y ellas van rascando las colillas a empujoncitos frente a sus puertas. Van armando montoncitos de polvo. Con dejadez.
La vida va corriendo suavemente. Bajo el calor que abruma. Todos los días lo mismo; sin posibilidad de indulto.
Pasa una cicla. Vendedor de aguacates, de limones o de ollas. O de traperos. O de lotería.

 
Y ella. Ella está allí, espichada contra el andén como una guanábana. Aterrizó allí sin saber por qué. Está sentada delante de una casa ajena, en la calle de una ciudad ajena, en un país ajeno.

 

Está desconectada de toda pertenencia, de toda señal que pudiera acercarla a su infancia. Sin embargo, no todo resulta completamente ajeno en este escenario de otro mundo.

 

El olor de las sábanas sucias al entrar al cuarto le es tan familiar Y los pedacitos de jabón tirados en el borde del lavamanos y que seguirán sirviendo hasta el último gramo.
O los autoadhesivos pegados en los muros para disimular los huecos, las mesas de tres patas, los armarios de plástico con cierre desgarrado, los almanaques vencidos colgados del muro, los bombillos desnudos, las pinturas chiteadas y el mugre pegado en los rincones.

 

La pobreza tiene una estética universal, observa ella.

Allá dentro el abanico continúa gruñendo. Hace girar sus tres pequeñas aspas azules. Será que sueña con ser helicóptero. Verdad que uno no tiene idea de con qué sueñan las cosas. Ella tiene la impresión de no estar haciendo un carajo. Tiene la impresión de que “hay mejores cosas que hacer” y, al mismo tiempo, tiene la impresión de  que “no hay nada mejor que hacer”.

 

Luego vuelve a encontrarse en el espacio-tiempo de antes de que cumpliera seis años, de antes de su entrada al colegio sin haber pasado por el kínder; de antes de su entrada en sociedad. Recuerda esas tardes pasadas al lado de su abuela y de su madre. Las veía coser y tejer… Mientras ella se llenaba la barriga de tajadas de pan untadas de queso camembert, de café con leche… de pastel rústico de cerezas en verano.

Las tardes se parecían y los días se sucedían. Ella buscaba nuevos dibujos para empezar en su bloc de colorear. Buscaba plumones  que sirvieran en la gran maleta amarilla, aquellos que no se le hubiera olvidado tapar. Se subía a las rodillas de su madre. Contemplaba las grandes manos rojas con la argolla de matrimonio entallada en la carne. Esas manos carcomidas por los ácidos de los productos de limpieza. Esas manos que secaban, que enjuagaban, que restregaban y hacían desaparecer el mugre que hacían los otros, esos otros que sí tenían con qué pagar una muchacha del servicio…

 

…esas manos que hoy, ya no son.


Esas manos, las miraba un momento y las veía correr como dos arañotas sobre las agujas de tejer. Luego se deslizaba bajo la silla y observaba el hilo de lana que iba pasando.
Y la bola de lana que en el suelo sufría sacudones bruscos, sobresaltos, uno lento, otro lento, tres rápidos. Un lento, un lento, dos rápidos. A veces había varias bolas de lana que bailaban al tiempo, juntas.

 

A veces atrapaba el hilo, lo dejaba deslizar y ¡pum! Lo trancaba de un golpe. Oía el regaño allá arriba. Lo dejaba pasar de nuevo entre sus dedos y ¡pum! Otra vez lo detenía, y de nuevo oía el grito. Descubría y estudiaba el encadenamiento de las causas y las consecuencias. Acción; reacción.

Tenía cinco años y no sabía que eso era la felicidad.

Lograba levantarse de nuevo, una vez más, luego de un descenso fallido del tobogán. Quedaba tendida cuan larga era por haber ensayado algo nuevo, del estilo: bajar de barriga con la cabeza adelante; pero sin poner las manos para amortiguar.

 
En par segundos estaba nuevamente de pie. Mirada a la derecha, vistazo a la izquierda, nadie se dio cuenta. ¡Rápido! Hay que subir de nuevo la escalera.
¡Caramba! Se arrancó las costras secas de las rodillas; el porrazo de la semana pasada. Se forma un hilito de río rojo que baja hasta el fondo del zapato. De malas. Sigamos. Esta noche mamá le pondrá eso rojo que no pica.

Hoy por hoy, le gustaría ser la hija de alguien. O también la mamá de alguien.

 

¿Lista para una nueva botada del rodadero? Con o sin descalabrada al final. Pero ya no hay nadie que la levante, ni que le pegue su esparadrapo. Eso lo sabe. ¿Entonces? ¿Será que hace cola allá arriba de la escalera? ¿No?... Pues ¡sí!


¡Ve! El vendedor de limones vuelve a pasar frente a la casa que no es la de ella.

 

Sigue sentada en el mismo andén desde hace tres semanas, frente a la tienda La Protegedora. La vida de barrio prosigue, siempre idéntica a sí misma. La gente pasa y se cruza; todos buscando mil pesos. Otros van en busca del tiempo perdido; pero pertenecen a otro continente.

Las mujeres pasean sus paraguas bajo el sol. Parecen enormes bombas de colores vivos que se mueven bailando. Las niñas pequeñas salen del colegio, uniformadas, con delantal de tirantas estampado con cuadrados de azul celeste. Con sus trenzas parecen Laura Ingalls de los trópicos. Sólo que sus ojos disparan una metralla negra.

 

El vendedor de guayabas para su carro. Cuenta su plata. El olor a fruta recalentada zahiere la nariz. El cielo está rayado con cables eléctricos. Los perros orinan.

 
Ahora se acuesta de lado en la cama, en el cuarto, el abanico pasa las páginas de su cuaderno. Automático. Ve pasar su escritura a toda velocidad. Página, página, página y luego se cierra y entonces aparece la carátula de corazones rosados y rayas azules. Dos segundos de pausa, y todo vuelve a empezar. Página, página, página, carátula. Página, página, página, carátula. Pausa. Página, página, página, carátula...

 
Palabras en bucle. La vida en bucle.
 
 
 



 

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