Tengo cinco años y mi hermano, doce.
Me dieron permiso de andar en vestido de baño todos los días. También puedo
jugar con la manguera de regar el jardín.
Sigo a mi hermano por todas partes porque siempre se le ocurre hacer unas
vainas increíbles.
Es el mes de las cerezas en el jardín de la dueña de la casa donde
vive mi abuela.
La dueña nos da permiso, a nosotros los pobres, de cosechar las cerezas.
Después repartimos la cosecha.
Mitad para ella porque son dos, mitad para nosotros porque somos seis. Y luego la ponemos en frascos. Todo eso dura un montón.
Mi madre sube, sube muy alto en la copa del árbol. Tiene cincuenta años;
pero es toda una ardilla. La dueña, la dueña no sabe abrazar los árboles. Se
queda al pie, con los pies clavados en la tierra, y el culo demasiado pesado.
Mi mamá vuela; vuela y su cabeza aparece entre el follaje. Desaparece y
aparece. Cada vez más alto y yo la amo.
Yo tengo permiso de hacer tonterías sobre la escalerita. Y si te lastimas,
no vengas a lloriquear.
Gira los ojos y los pone en blanco para asustarme. Levanta la rueda de adelante de la cicla y anda, y anda, y anda sin parar.
Tira dardos, totea petardos, apachurra las babosas.
Me sienta en una rama alta cuando no quiere que lo siga más como un perrito faldero. Me pongo a chillar. Demasiado tarde; se largó. Vuelve a buscarme, mucho después.
Construye toboganes en las escaleras con cajas de cartón. Se hace
escurrir la baba por los labios para darme asco. Pero mi mamá nunca
alcanza a verlo. Chillo.
Los guacales se llenan y yo me hago aretes con las cerezas.
Soy la hija de mi mamá y solamente de mi mamá.
Cuando grande, yo también seré una ardilla voladora.
Mi pelambre será hermosa brillante, y recogeré avellanas que iré a esconder
en el bosque.
Nadie las encontrará ¡y los ricos pueden irse al carajo!
Traducción Adriano Moreno.
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