lunes, 28 de septiembre de 2015

Aeropuerto.



Por un lado, la acera, un país, una nación, una cultura, uno fuma su último cigarrillo. Después de haber cargado las maletas, uno carga sus pulmones. Buscamos almacenar el máximo de nicotina antes del despegue.
Los ojos barren los alrededores y la boca articula en silencio para despedirse del paisaje. Prometer que volveremos, que la historia entre nosotros no ha terminado.

Pasamos las puertas automáticas de cristal, los guardias de seguridad, los rayos X, los pórticos de luz. Uno se quita la chaqueta, el cinturón, los zapatos. Se los pone de nuevo. Mecánicamente, ejecutando el rito de cruce de la frontera, esa que separa un país de un centenar de otros países.

Del otro lado, se entra en la zona internacional. Un hall gigantesco.
Un lugar de confluencia.

La gente se cruza, se mezcla, se pierde, se encuentra, se separa, se prepara para salir, para volver, a nunca ser el mismo...
En las caras, leemos las partidas ligeras burbujas de champán, las partidas pesadas en contra del corazón, las partidas agrias forzadas, las partidas frágiles salto al vacío ...

Entre cada puerta, nuevas líneas invisibles dividen las aguas.

Puerta 23 Lagos AF21.Puerta 19 Nairobi LH 52. Puerta Bangkok THA 931.

En c
ada sala de espera, colores de piel diferentes, solteros, familias, sillas de ruedas, peluches, maletas Louis Vuitton, cajas de cartón-cuerdita... La Latina en short y tacón de aguja. La Catarí con velo integral. Saris, túnicas, sandalias, botas, anoraks...
Cada individuo con su historia. Cada persona, con su universo.
Salas vacías, otras repletas a rebosar.
Cerámicas que resplandecen bajo las ruedas de los carritos en todos los aeropuertos del mundo.

Una descripción bien banal.

Estoy sentada en el piso helado, la espalda apoyada contra el vidrio. Los motores de los Boeings roncan detrás de mí. Escribo de emergencia.

Niña, yo vivía al lado de la estación. Miraba los trenes ir y venir desde mi ventana, desde la calle, desde el andén, pero nunca había montado dentro de uno. No viajábamos.

Mi madre vendía los periódicos en la tienda de tabaco en el corredor. Usaba todos los días el mismo vestido y un par de gafas con una sola patilla. La despidieron. Contrataron a nuevas vendedoras más jóvenes. Más bellas, más elegantes, con gafas bonitas de dos patillas.
Ella había encontrado un nuevo trabajo. Pasaba la inmensa escoba en la sala de los pasos perdidos de la estación. El trapo por las oficinas de la agencia de viajes. El trapero en los baños también. Las gafas de una sola patilla, ya no molestaban. El vestido tampoco, le habían dado una blusa azul SNCF.

A menudo, me llevaba con ella. Yo jugaba en medio de los pasillos, corría entre las filas de asientos de plástico. Aprendía a leer en el tablero de salidas, trataba de adivinar los nombres de las ciudades que aparecían a toda velocidad. Sentada con las piernas cruzadas, en las losas congeladas, hojeaba las páginas de los folletos de la agencia de viajes que mi madre me daba para pasar el tiempo. Rec
ortaba las pirámides, los baobabs, los monjes tibetanos e ilustraba mis collages.

Hablaba con los vagabundos.
No esperaba ningún tren. En pleno centro de ese hormiguero, las piernas de los transeúntes pasaban a toda velocidad frente a mi nariz. Entre dos trenes, todo estaba de nuevo tranquilo. Yo estaba ahí. En stand-by. En pleno corazón de la zona de confluencia.

Me quedaba dormida sobre el cuaderno de imágenes, entre los leones que se estiran en el césped del Machu Pichu y los pingüinos que se bañan en las fuentes del Taj Mahal.

Tarde en la noche, el servicio terminado, mi madre me alzaba. Muñeca de trapo floja, fingía dormir para que me cargara sobre su espalda.
Las piernas colgadas y los ojos medio cerrados, me dejaba arrullar por el ritmo de sus pasos. La serenidad llenaba todo mi cuerpo. Tenía la impresión de cabalgar una gran bestia poderosa.
Un camello tuareg. En el frío del invierno, podía escuchar su respiración y veía pequeñas nubes blancas saliendo de su boca. Tomaba el Estación-Apartamento. Veinte cinco minutos de viaje.

Adulta, tomo el Bogotá-Hanói con la misma libertad inhabitual y elegante.

Ayer en Colombo. Mañana en Nueva York. Pasado mañana en Río.
Hoy, me encuentro bajo la bóveda del aeropuerto de Madrid pero me encuentro, ante todo, bajo la bóveda del cielo.


Versión original, agosto de 2012.
Blog Versión 1, octubre de 2012.

 

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